sábado, 15 de junio de 2013

El funeral de John Mortonson



John Mortonson estaba muerto; ya había dicho sus líneas en la tragedia del hombre y abandonado la escena.

El cuerpo descansaba en un buen ataúd de caoba provisto de una plancha de vidrio. Todos los arreglos para el funeral habían sido tan bien resueltos que el muerto sin duda los hubiera aprobado. La cara que se veia bajo el vidrio no era desagradable: tenía una leve sonrisa y, como si la muerte hubiese sido indolora, no había sido deformada hasta más allá de la capacidad de reparación del agente de pompas fúnebres. A las dos de la tarde los amigos debían reunirse para pagar su tributo final de respeto al que ya no necesitaba respeto ni amigos. Los miembros sobrevivientes de la familia venían en grupos a cada rato hasta el ataúd y lloraban sobre los plácidos rasgos protegidos por el vidrio. Esto no les hacía bien, y tampoco le hacía bien a John Mortonson, pero en presencia de la muerte la razón y la filosofía callan.

A medida que se acercaban las dos, los amigos empezaban a llegar, y después de ofrecr a los afligidos deudos los consuelos que la ocasión requería, se instalaban solemnemente en la habitación con mayor conciencia de su importancia en el sistema fúnebre. Llegó entonces el sacerdote y ante su deslumbrante presencia las luces menores se eclipsaron. Su entrada fue sucedida por la de la viuda, cuyas lamentaciones ocuparon todo el espacio. Se acercó al ataúd y después de apoyar su cara un momentop en el frío vidrio fue gentilmente conducida a una silla junto a su hija. En voz baja y gemebunda el hombre de Dios inició la eulogía del muerto, y su triste voz, mezclada con los sollozos que se proponía estimular y sostener, subía y bajaba, parecía ir y venir como el ruido de un mar desapacible. La tarde ya sombría se oscurecía aún más mientras hablaba: una cortina de nubes cubrió el cielo y se oyeron caer unas gotas de lluvia. Parecía que la naturaleza entera lloraba por John Mortonson.

Cuando el sacerdote concluyó su eulogía con una plegaria, se cantó un himno y los portadores del palio ocuparon sus lugares. Al morir las últimas notas del himno la viuda corrió hasta el ataúd, se echó sobre él y sollozó histéricamente. Poco a poco, sin embargo, fue cediendio a la persuasión y componiéndose; y cuando el sacerdote la conducía afuera sus ojos buscaron el rostro del muerto debajo del cristal. Alzó los brazos y con un chillido cayó hacia atrás desvanecida.

Los deudos se acercaron al ataúd, seguidos por los amigos, y cuando el reloj de la chimenea dio solemnemente las tres, todos miraban el rostro del finado John Mortonson.

Se apartaron descompuestos, casi desmayados. Un hombre, al tratar de huír aterrorizado de aquella siniestra visión, tropezó con el ataúd pesadamente y rompió sus débiles soportes: el ataúd cayó y el vidrio se hizo añicos.

Por la abertura se deslizó el gato de John Mortonson; saltó al suelo perezosamente, se sentó y, con la pata, se limpió tranquilamente el hocico enrojecido. Después salió dignamente de la habitación.



En Bierce, A., Una tumba sin fondo y otros relatos de horror, Buenos Aires, Ediciones Síntesis, 1980.

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