Proyecto de Lectura de la Escuela SB 22
miércoles, 15 de julio de 2020
miércoles, 6 de noviembre de 2013
¿Un odio hiperbólico?
- 21 - (del libro Espantapájaros, de O. Girondo)
Que los ruidos te perforen
los dientes, como una lima de dentista, y la memoria se te llene de
herrumbre, de olores descompuestos y de palabras rotas.
Que te crezca, en cada uno
de los poros, una pata de araña; que sólo puedas alimentarte de
barajas usadas y que el sueño te reduzca, como una aplanadora, al
espesor de tu retrato.
Que al salir a la calle,
hasta los faroles te corran a patadas; que un fanatismo irresistible
te obligue a prosternarte ante los tachos de basura y que todos los
habitantes de la ciudad te confundan con un meadero.
Que cuando quieras decir:
“Mi amor”, digas: “Pescado frito”; que tus manos intenten
estrangularte a cada rato, y que en vez de tirar el cigarrillo, seas
tú el que te arrojes en las salivaderas.
Que tu mujer te engañe
hasta con los buzones; que al acostarse junto a ti, se metamorfosee
en sanguijuela, y que después de parir un cuervo, alumbre una llave
inglesa.
Que tu familia se divierta
en deformarte el esqueleto, para que los espejos, al mirarte, se
suiciden de repugnancia; que tu único entretenimiento consista en
instalarte en la sala de espera de los dentistas, disfrazado de
cocodrilo, y que te enamores, tan locamente, de una caja de hierro,
que no puedas dejar, ni un solo instante, de lamerle la cerradura.
Consigna de escritura
Piensen en alguien a quien le deseen lo peor, no lo digan, téngalo en mente... Ahora escriban (pueden hacerlo en parejas o pequeños grupos) un poema de por lo menos, tres párrafos, lleno de malos e insólitos (cuanto más, mejor) deseos al estilo de Oliverio Girondo....
viernes, 2 de agosto de 2013
La leyenda del amor
Dicen
que cuando aún no existían ni el hombre ni la mujer sobre la tierra, estaban
sueltos por el planeta, sin saber en quién encarnarse, las virtudes y los
defectos.
Una
tarde de lluvia, estaban todos reunidos. Estaba el aburrimiento, tan
aburrido... que se acercó la ternura, tan tierna siempre, y le dijo:
-
¿Y si jugamos a algo?
-
¿A qué?- le contestó el aburrimiento.
-Podrías
ser... ¡a las escondidas!
Repentinamente,
apareció la locura.
-
Yo cuento- dijo- A la una, dos, tres, cuatro...
No
se animaron a contradecirle porque se ponía loca. Que contara ella. Y corrieron
a sus escondites.
La
ensoñación no sabía dónde meterse, pues el cielo estaba tan negro después de la
tormenta...De pronto, un rayo iluminó una nube rosada cerca del horizonte y
entonces se fue a meter ahí. Otro relámpago... y el cielo se cerró.
La
dulzura se orientó por los panales y encontró un hueco de un árbol. La pasión
caminó sinuosa hasta el cráter de un volcán. Se asomó. Estaba en erupción.
Perfecto. Se arrojó allí dentro. La mentira dijo que se iba a esconder detrás
de una piedra. Mentira. Se ubicó detrás de un ciprés. Y así, cada uno iba
encontrando su escondite.
Ya
la locura venía contando por 89, 90, 91... cuando el amor, escondido detrás de
un tronquito de un rosal, se dio cuenta de que lo iban a descubrir
inmediatamente. Sobre la cuenta final, se metió bajo las raíces, se cubrió con
la tierra húmeda y se quedó ahí.
-¡99,
100!- dijo la locura y salió a buscar.
Enseguida,
se tropezó con alguien. Era la pereza, que no se había movido.
-
Por pereza, por pereza...- dijo la locura, mientras tocaba un árbol. Se
divirtió mirando cómo corría la duda de un escondite a otro.
-
Por la duda- dijo de pronto- Por la duda.
Tuvo
suerte. Otro relámpago descubrió el escondite de ensoñación. Se guió por el
rumor de los panales y encontró a la dulzura. Se orientó por el olor de la
basura y no se equivocó, encontró a la injusticia...Pudo con la mentira. Con la
pasión fue fácil. Y llegó el momento en que los tuvo a todos otra vez reunidos.
Pero
se puso loca cuando vio que le faltaba el amor. Fue en ese momento cuando se le
acercó la traición y, susurrando, le dijo:
-Debajo
de las raíces del rosal.
-¡¿Qué?!-
gritó la locura.
-De-
ba-jo de las raí-ces del ro-sal -repitió, casi silabeando, la traición.
La
locura fue. No encontró al amor, a primera vista. Se puso más loca. La crueldad
le alcanzó una horquilla y ella la hundió con desesperación entre las raíces.
Entonces, apareció el amor con los ojos ensangrentados y le dijo:
-¡Ay,
locura! ¿Qué me has hecho? Me has arrancado los ojos.
-¡Ay,
amorcito! ¿Qué es lo que hice?- dijo ella, soltando la horquilla.- Y entonces,
ahora... ¿qué puedo hacer por ti?
-Bueno,
no sé...-le contestó el amor.-Se me ocurre que, como me has dejado ciego,
podrías servirme de lazarillo.
Y
es desde entonces, claro, que por el mundo vaga el amor, ciego, siempre de la
mano de la locura.
Versión de Ana María Bovo en el espectáculo Ana
cuenta cuentos
Actividades grupales.
Relean la leyenda y en
equipo de cuatro integrantes realicen las siguientes actividades:
1_ Con los mismos
personajes de esta historia (aburrimiento, ternura, locura, ensoñación,
dulzura, pasión, mentira, amor, pereza, duda, injusticia y traición).
Seleccionen y realicen la consigna A ó B.
A- Escriban una breve historia
en la que estos personajes juegan a la escondida y uno de ustedes debe
encontrarlos.
Atención: deben cambiar el lugar de escondite
de cada personaje.
B- Relaten un partido de fútbol en el que estos
personajes son los jugadores.
Atención: Elijan el
nombre de los equipos y dividan 6 personajes para cada uno.
Para debatir en forma
oral:
2- ¿Por qué creen que se
dice que el amor es ciego y loco? Reflexionen al respecto.
Para realizar individualmente:
3- Elegí uno de los
personajes de la leyenda y dibujalo.
domingo, 7 de julio de 2013
"Flor, teléfono, muchacha" de Carlos Drummond de Andrade
No, no es cuento. Yo soy uno de esos tipos que a veces escucha y
otras no escucha, y así va tirando. Aquel día escuché porque era una
amiga la que hablaba y hace bien oír a los amigos, aunque no hablen,
porque un amigo es capaz de hacerse entender hasta sin señales.
Hasta sin ojos.
¿Se hablaba de cementerios? ¿De teléfonos? No me acuerdo, pero fuera
de lo que fuese, mi amiga —ah, sí; ahora me acuerdo, hablábamos de
flores— de pronto se puso seria y bajó la voz.
—Sé el caso de una flor, ¡pero es tan triste!
Y sonriente:
—Además, estoy segura de que no lo vas a creer.
¿Quién sabe? Todo depende de quién lo cuenta y de cómo lo cuenta.
Hay días en que ni de esto depende: es cuando estamos poseídos de
una credulidad universal; pero, argumento máximo para mí, ella
aseveraba que la historia era verdadera.
—La muchacha vivía en la calle General Polidoro —empezó diciendo—.
Cerca del cementerio de San Juan Bautista. Como has de saber, los
que viven por ahí, quiéranlo o no, se familiarizan con la muerte. No
hay hora en que no pase un entierro y termine por interesarnos. No
es tan fascinante como ver pasar navíos, o casamientos, o la carroza
de un rey, pero siempre vale la pena mirarlos. La muchacha,
naturalmente, prefería ver un entierro a no ver nada. Menos mal que
el desfile de tanto cadáver no la deprimía.
Si el entierro
era muy importante, de esos, sabés,
con
un obispo o un general, la muchacha se quedaba a la entrada
del cementerio para ver mejor. ¿Te has fijado cómo la gente se
impresiona con las coronas? Demasiado, ¿no? Y se muere de
curiosidad por saber qué hay escrito en las cintas. El muerto que da
verdaderamente pena es el que llega sin acompañamiento floral, tanto
da que sea por decisión de la familia o por falta de medios. Las
coronas no sólo confieren prestigio al difunto, sino que hasta lo
acunan. A veces ella entraba al cementerio y seguía al séquito hasta
el lugar de la sepultura. Así adquirió, seguramente, la costumbre de
pasear por allí dentro. ¡Dios mío, con tantos lugares para pasear
como hay en Río! Y en el caso de esa muchacha, de haberse aburrido
mucho, no tenía más que tomar el tranvía que va a la playa, bajar en
el Morisco y apoyarse en el murete. Tenía el mar a su disposición, a
cinco minutos de su casa. El mar, los viajes, las islas de coral,
todo gratis. Pero, por pereza, o por su interés en los entierros
o... qué sé yo, le dio por ir al San Juan Bautista, a contemplar
bóvedas. ¡Pobre!
—En el interior eso es muy común...
—Pero ella era de Botafogo.
—¿Trabajaba?
—En su casa. Pero no me interrumpas. Ni me pidas el certificado de
su nacimiento ni que te describa su físico. Para el caso que te
estoy contando, eso no interesa. El hecho es que, de tarde, solía
pasearse —o mejor dicho, “deslizarse”—, ensimismada, entre las
callecitas blancas del cementerio. Leía una inscripción, o no la
leía, descubría una figura de angelito, una columna trunca, un
águila; comparaba las tumbas ricas con las tumbas pobres, hacía
cálculos sobre la edad de los difuntos, miraba retratos y medallones
—sí, ha de haber sido esto lo que hacía, porque allí, decime, ¿qué
más podía hacer?—. Quizá llegó a subir el cerro, donde está la
parte nueva del cementerio, las tumbas más modestas. Debe de haber
sido ahí donde, una tarde, recogió la flor.
—¿Qué flor?
—Una flor cualquiera. Una margarita, por ejemplo. O un clavel. Para
mí era una margarita, pero esto es puro pálpito, nunca lo averigüé.
La tomó con ese ademán, vago y maquinal, que en ese caso todos
hacemos, se la acercó a la nariz —como era de esperar, no tenía
aroma—, después machucó la flor distraídamente y la arrojó hacia un
costado, pensando en otra cosa.
Tampoco sé si la muchacha tiró la margarita al pavimento del
cementerio o al de la calle, de vuelta a su casa. Ella misma trató,
más tarde, de esclarecer este punto, pero no pudo. Lo cierto es que
ya estaba tranquilamente en su casa desde hacía unos minutos,
cuando sonó el teléfono. Ella lo atendió.
—Hola.
—¿Qué es de la flor que sacaste de mi sepultura? La voz era
distante, pausada, sorda. Pero la muchacha rió y, comprendiendo a
medias, preguntó:
—¿La qué?
Cortó. Volvió a su cuarto, a sus obligaciones. Cinco minutos
después, el teléfono llamaba de nuevo.
—Hola.
—¿Qué es de la flor que sacaste de mi sepultura? Cinco minutos
bastan para que la persona menos imaginativa se haga una composición
de lugar. La muchacha rió de nuevo, pero prevenida.
—La tengo aquí: vení a buscarla.
En el mismo tono lento, severo, triste, la voz respondió:
—Quiero la flor que me robaste. Dame mi florcita. ¿Era hombre? ¿Era
mujer? Imposible adivinarlo por esa voz distante que, sin embargo,
se hacía entender. La muchacha siguió su juego:
—Ya te he dicho: vení a buscarla.
—Sabes muy bien, hija mía, que yo no puedo buscar nada. Quiero mi
flor y es tu obligación devolvérmela.
—Pero ¿quién habla?
—Dame mi flor, te lo suplico.
—O me decís quién sos o no te la doy.
—Dame mi flor. Tú
no la necesitas y yo sí. Quiero
la
flor que brotó en mi sepulcro.
La broma era estúpida, machacona. La muchacha, aburrida, cortó la
comunicación. Se quedó tranquila el resto del día.
Pero al siguiente, a la misma hora, el teléfono volvió a sonar. La
muchacha, con toda inocencia, fue a atenderlo:
—¡Hola!
—¿Qué es de la flor...?
No oyó más. Irritada, colgó el receptor. ¡Qué ganas de embromar! Con
rabia, volvió a su costura. Apenas se sentó, la campanilla sonó de
nuevo. Y antes de que la voz quejumbrosa recomenzase, ella advirtió:
—Oiga, cambie de disco. Ya estoy harta.
—Tienes que devolverme la flor —retrucó la voz doliente—. ¿Por qué
razón te entrometiste con mi tumba? Tienes todo en el mundo, y yo,
pobre de mí, he terminado. Me hace mucha falta esa flor.
—Bueno, déjate de embromar.
Cortó. Pero al volver a su cuarto, ya no iba sola. Llevaba consigo
la idea de aquella flor, o, mejor dicho, la idea de la persona
idiota que la vio arrancar una flor en el cementerio y ahora la
cargaba por teléfono. ¿Quién podría ser? No recordaba haber visto a
ningún conocido; era distraída por naturaleza. No sería fácil
adivinar por la voz. Claro, era una voz camuflada, pero tan bien que
no podía saberse si era de hombre o de mujer. Una voz extrañamente
fría. Y llegaba de lejos, como de fuera de la ciudad. O de algún
lugar más distante aún... ¿Te darás cuenta de que la muchacha ya
empezaba a tener miedo?
—Yo
también.
—No seas sonso.
Bueno, el hecho es que esa noche a ella le costó dormirse. Y de ahí
en adelante no durmió nada. La persecución telefónica no cesaba.
Siempre a la misma hora, siempre en el mismo tono. La voz no
amenazaba, no subía de volumen: imploraba. Parecía que la maldita
flor era, para ella, la cosa más valiosa
del
mundo, y que su
eterno descanso —admitiendo que se trataba de una persona
muerta—dependiera de la restitución de una humilde florcita. Pero
sería absurdo admitir tal cosa y, por lo demás, la muchacha no
quería dejarse abatir. Al quinto o sexto día, escuchó firme la
cantilena de la voz y, a continuación, le dijo de todo: que se fuera
al demonio, que dejara de ser imbécil (palabra excelente porque se
adecuaba a ambos sexos) y que si no se callaba, ella tomaría las
medidas pertinentes.
La medida consistió en avisarle al hermano y después al padre. (La
intervención de la madre no había conmovido a la voz.) Por el
teléfono, el padre y el hermano cubrieron de improperios a la voz
suplicante. Estaban totalmente convencidos de que se trataba de
alguien que quería hacerse el gracioso, sin tener pizca de gracia,
pero lo raro era que, al referirse a él, decían “la voz”.
—¿La voz llamó hoy? —preguntaba el padre, al volver del centro.
—¡Mira que no! Es infalible —suspiraba la madre, desalentada.
Por lo visto, con enfurecerse no se sacaba nada. Era menester usar
el cerebro, indagar, hacer averiguaciones en el vecindario, vigilar
los teléfonos públicos. Padre e hijo se repartieron las tareas. Lo
primero fue frecuentar los comercios, los cafés más próximos, las
florerías, los marmolistas. Si alguien entraba y pedía permiso para
usar el teléfono, el oído del espía se afinaba. ¡Pero qué...! Nadie
reclamaba una flor de sepultura. Quedaba la red de los teléfonos
particulares. Uno en cada departamento, diez, doce en el mismo
edificio. ¿Cómo descubrirlo?
El hermano
comenzó a llamar a todos los teléfonos de la calle General Polidoro,
después a todos los de las calles transversales, después a todos los
de la característica 2-6... Discaba, oía el “Hola”, verificaba que
ésa no era la voz y cortaba. Tarea inútil: la persona de la voz
debía de estar mucho más cerca: el tiempo de salir del cementerio y
llamar a la muchacha. Y muy escondida tenía que estar ya que sólo se
hacía oír cuando quería,
es
decir, a cierta
hora de la tarde. Este problema de la hora le inspiró a la familia
algunas diligencias. Pero infructuosas.
Claro que la muchacha dejó de atender el teléfono. Ni siquiera con
sus amigas hablaba. Entonces la “voz” que le pedía “dame mi flor”,
le decía al que atendía el aparato: “Quien me robó la flor tiene que
restituirla”, “quiero mi flor”, etc. ... No dialogaba con estas
personas. Únicamente conversaba con la muchacha. Y la “voz” no daba
explicaciones.
Quince días o un mes así termina por enloquecer a un santo. La
familia quería evitar el escándalo, pero tuvo que quejarse a la
policía. O la policía estaba demasiado ocupada en detener
comunistas, o las investigaciones telefónicas no eran de su
incumbencia: el hecho es que no se averiguó nada. El padre,
entonces, corrió a la Compañía Telefónica. Lo recibió un caballero
amabilísimo que, rascándose el mentón, aludió a factores de orden
técnico.
—¡Pero se trata de la paz de mi hogar, eso vengo a pedirle! La
tranquilidad de mi hija, de mi casa. ¿O me veré obligado a privarme
del teléfono?
—No, no vaya a hacer eso, mi estimado señor: sería una locura.
Entonces sí que no sabríamos nada. Hoy en día es imposible vivir sin
teléfono, radio y heladera. ¿Me permite un consejo? Mire, vuelva a
su casa, tranquilice a la familia y espere los acontecimientos. Le
prometo que haremos lo posible.
Bueno, ya te habrás dado cuenta de que todo eso no sirvió para nada.
La voz siguió mendigando la flor. La muchacha, perdiendo el apetito
y el ánimo. Andaba pálida, sin fuerzas para salir a la calle o para
trabajar. ¡Ni qué decir para ver pasar los entierros! Se sentía
desdichada, esclava de una voz, de una flor, de un vago difunto que
ni siquiera conocía. Porque —ya te dije que era distraída— ni
siquiera recordaba de qué tumba había sacado esa maldita flor. Si
por lo menos lo supiera...
El hermano volvió del cementerio diciendo que por donde su hermana
había pasado aquella tarde había cinco sepulturas con flores
plantadas. La madre no dijo nada, bajó, entró a la florería más
cercana, compró cinco enormes ramilletes, cruzó la calle hecha un
jardín viviente y, con ademán votivo, esparció las flores sobre los
cinco túmulos. Volvió a casa y quedó a la espera de la hora
insoportable. El corazón le decía que aquel gesto propiciatorio
aplacaría el ansia del enterrado —si es que los muertos sufren y a
los vivos les es dado consolarlos, después de haberlos afligido.
Pero la “voz” no se dejó consolar ni sobornar. Ninguna flor le
convenía sino aquella menuda, estrujada, olvidada, que había
quedado rodando en el polvo y que ya no existía. Las otras venían de
otra tierra; no habían nacido de su humus —esto decía la voz, sin
decirlo—. Y la madre desistió de las ofrendas que había proyectado.
¿Flores, misas, para qué?
El padre jugó la última carta: espiritismo. Descubrió un médium
eficaz a quien le expuso largamente el caso, pidiéndole que
estableciese contacto con el alma despojada de su flor. Asistió a
innumerables sesiones y grande era su fe de emergencia, pero los
poderes sobrenaturales se negaron a cooperar, o son impotentes
cuando alguien quiere alguna cosa en su última fibra: la voz
continuó sorda, desdichada, metódica. Si era de una persona viviente
(como a veces la familia todavía conjeturaba, aunque se aferraba
cada día más a una explicación desalentadora que era la falta de
cualquier explicación lógica), esa persona había perdido toda noción
de misericordia. Y si era de una persona muerta, ¿cómo juzgar, cómo
vencer a los muertos? De cualquier modo, en el llamado había una
tristeza húmeda, una congoja tan honda, que hacía olvidar su
crueldad y reflexionar que hasta la maldad puede ser triste. Esto
era todo lo que se podía comprender. Alguien pide continuamente
cierta flor, y esa flor no se le puede dar porque ya no existe. ¿No
te parece que es el colmo de la falta de esperanza?
—Pero ¿y la muchacha?
—Carlos, te previne que este caso era muy triste. La muchacha murió,
exhausta, al cabo de algunos meses. Pero quédate tranquilo, para
todo hay esperanza: la voz no llamó nunca más.cuento de terror- y actividades- Pasar por el cementerio
Pasar por el
cementerio
Alguien estaba respirando en mi cuello. Alguien a quien no
podía ver, ni tocar. Era un aliento helado, que me ponía la carne de gallina.
Prendí la luz de la mesa de noche. Nada. No había nadie más que yo en mi
cuarto. Pero sentía una presencia, como si alguien estuviera detrás de mí. Mi
corazón latía muy rápido, estaba muy asustado. Estaba solo en mi cuarto. O
bueno, casi solo. Porque había alguien ahí conmigo, aunque yo no sabía quién
era. Me cubrí la cabeza con las cobijas. De pronto, sentí una mano en mi
hombro, sobre las cobijas. Lancé un grito desgarrador. — ¡Tranquilo, Pepe! me
dijo una voz perfectamente humana— ¿Qué te pasa? Era mi vieja nana, Tencha.
Aparté las cobijas y la abracé. —Siento que alguien me respira en el cuello —le
dije, seguro de que me creería. Mi nana cree todo lo que yo le digo, pero
también sabe cuando le estoy diciendo mentiras. —Estás asustado porque tus
papás tuvieron que salir de la ciudad —me dijo. Pero de pronto se me quedó
mirando y sus ojos se abrieron mucho. — ¿Qué? —le pregunté. —Tú traes un muerto
pegado en la espalda —me dijo. Me le quedé viendo, aterrado. Mamá dice que la
nana Tencha es muy supersticiosa, pero ella sabe mucho de muertos y espantos. —
¿Y ahora qué hago? —Debes deshacerte de él. — ¿Pero cómo? —volví a preguntar,
cada vez más desesperado. — ¿Pasaste hoy por algún cementerio? —Sí —le dije.
Entonces le conté. Ese día había ido a andar en bici con mis amigos Santiago y
Mario pero cuando regresábamos, nos perdimos. De pronto, estábamos en lo alto
de una loma, detrás de una pequeña barda. Toda la ladera de la loma estaba
llena de tumbas. La única forma de bajar era cruzar el panteón para salir a la
carretera que se veía del otro lado, así que lo hicimos. Pero al pasar junto a
las tumbas, me fijé en una que se veía abandonada. No tenía flores y estaba
toda sucia. De repente, sentí como que alguien me jalaba la bici y tuve que
hacer fuerza para avanzar. Creí que me había atorado en alguna piedra. —No fue
ninguna piedra —dijo la nana—. Fue el alma de ese pobre muerto abandonado. Se
te pegó. Hay que ir de nuevo al cementerio y ponerle flores. La nana se quedó
conmigo toda la noche, hablándole al muerto, diciéndole que debía volver a su
tumba. Yo sentía su aliento frío y su presencia pegada a mi espalda. Al día
siguiente, apenas amaneciendo, cortamos algunas flores y fuimos al panteón.
Mientras mi nana rezaba, limpié la tumba abandonada y le puse las flores
frescas. Entonces el aliento en mi cuello desapareció. Una débil luz brilló y
creí ver una silueta humana que, lentamente, volvía a meterse en la tumba. A
veces, los muertos se te pegan. Eso puede ocurrir cuando pasas por un
cementerio.
1. Elige la opción
que mejor describa el habla del narrador.
a. En primera persona: cuenta y vive sus experiencias, sus
pensamientos, sus sentimientos. b. En tercera persona: tiene conocimiento total
y absoluto de los hechos. Sabe lo que piensan y sienten los personajes. c. En primera persona: es un personaje que
acompaña al protagonista de la historia, describiendo sus experiencias, pensamientos
o sentimientos. d. En tercera
persona: sólo cuenta lo que puede observar, lo que está aconteciendo, lo que
están haciendo los personajes.
2. ¿Cuál es el tema
central del texto? a. El miedo. b.
La locura. c. La soledad de los cementerios. d. El amor entre un niño y su
nana.
3. ¿Quién es el
personaje principal del cuento? a.
El muerto. b. La nana. c. Mario. d. Pepe.
4. ¿Cómo es el
ambiente en el que se desarrolla la mayor parte de los acontecimientos que se narran en el texto?
a. Es una mañana calurosa, tres niños se encuentran jugando
en lo alto de una loma detrás de una pequeña barda. b. Es de noche, un niño y su nana se
encuentran platicando en la recámara de éste.
c. Es de día, un niño y dos de sus amigos van en bicicleta por un
panteón. d. Amanece, un niño se
encuentra cortando flores en el jardín de su casa.
5. ¿En cuál de las
siguientes opciones se transcribe una afirmación del narrador? a. “A veces los muertos se te pegan. Eso
puede ocurrir cuando pasas por un cementerio.” b. “Estás asustado porque
tus papás tuvieron que salir de la ciudad.” c. “Fue el alma de ese pobre
muerto abandonado.” d. “Tú traes un muerto pegado en la
espalda.”
6. ¿Para qué
regresaron al cementerio el niño y su nana? a. Para investigar qué era lo que había
provocado que el niño se atorara y detuviera su marcha el día anterior, cuando
pasaba en bicicleta por el panteón. b. Para asegurarse de que nada raro pasaba
en el cementerio y que el niño se diera cuenta de que las historias de muertos
y de fantasmas son sólo un invento de la imaginación. c. Para que el muerto que
traía el niño pegado en la espalda regresara a su tumba. d. Para rezar y limpiar las
tumbas que estaban sucias y abandonadas.
7. De acuerdo con lo
que se dice en el cuento, ¿Cómo era Tencha? a. Una persona joven que tenía un gran
cariño por Pepe. b. Una niña
temerosa a la que le gustaba contar cuentos de espantos. c. Una mujer de edad
avanzada que creía en asuntos mágicos y fantásticos. d. Una mujer vieja que
disfrutaba atemorizando a los niños con historias de fantasmas.
8. La frase del texto
que dice “Era un aliento helado, que me ponía la carne de gallina”, quiere
decir que: a. Debido al intenso frío, la piel de Pepe tomó una apariencia
blanquecina, como las plumas de las gallinas. b. Al quedar oculto debajo
de las cobijas, Pepe parecía una gallina escondida entre sus plumas. c.
Pepe sintió tanto frío de repente, que su cuerpo empezó a temblar como una
gallina temerosa. d. Pepe sentía tanto miedo que su piel
tomó la apariencia de la piel de una gallina desplumada.
9-opinión personal
–fundamenta 10-ilustra
miércoles, 3 de julio de 2013
Actividades: “Recibí tu declaración de amor con fecha del viernes 23” de Luis Pescetti y “Gusano” de Quino
Punto 1 obligatorio. El 2 y el 3, opcionales.
1)
Reconstrucción.
Reconstruir en pequeños grupos la posible confesión de amor que realizó
Alberto. Para ello, tener en cuenta los datos que ofrece Anita en su respuesta.
También recordar algunas convenciones para la redacción de una carta: lugar y
fecha (del lado derecho), destinatario, cuerpo de la carta (lugar donde van a
reconstruir la confesión), saludo y
nombre del emisor (ambas al final).Se debe considerar que es una carta de amor,
por ende, usar un registro informal. Luego, compartir con el resto de
los compañeros las reconstrucciones y observar si hay coincidencias o no, si
faltaron pasajes o se agregaron cosas, etc.
2)
Un final
diferente. En forma individual, seleccionar una de las cinco posibles
cartas que pudo escribir la mujer en “Gusano” y otorgales un final diferente. Si
querés, realizá una historieta mostrando el proceso de escritura de la misma.
3)
Despedida con
altura. Pensá con qué otras palabras
podría haberse despedido la mujer. Ilustrá la última viñeta con las mismas. Se
pueden utilizar términos despectivos pero no malas palabras –al menos las que consideramos
como tales dentro del ámbito escolar.
domingo, 30 de junio de 2013
Actividades
sugeridas
2º
Lectura
Dos
opciones (para trabajar en parejas o pequeños grupos)
A)
Esta
historia de amor nos la cuenta él (no sabemos su nombre, sí que es
uno de los protagonistas).... Imaginen ahora que son “ella”, que
vuelve esa mañana a su casa y escribe lo sucedido en su Diario
personal.
Querido
diario (o cómo crean ustedes que ella comenzaría....):
…....................................................................................
.....................................................................................
......................................................................................
B)
Hagan
un collage (pueden recortar imágenes de diarios o revistas y/o
dibujar con lápices, fibras, biromes, etc.) que represente una escena
del relato que les haya gustado. Copien debajo una frase del cuento
que les haya interesado o llamado la atención...
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