Al
final le dijo que la amaba. Se lo escupió sin atenuantes, sin
fijarse ya en escoger las palabras adecuadas. Se lo dijo casi con
bronca, casi como si ella tuviera la culpa. Bueno, se dijo Esteban,
alguna culpa le cabría por ese amor que a el hacia años le quemaba
las entrañas.
Ella
lo miró como incrédula. Con sus grandes ojos negros muy abiertos.
Las mejillas se le encendieron en un rojo incandescente y se echo a
temblar como una hoja. El supo que no tenia mas salida que seguir
hasta el final, y por eso hablo hasta quedar exánime, hasta que la
voz se le estrangulo por la emoción y por el miedo, hasta que se
cohibió en la contemplación de la metamorfosis del rostro hermoso
de ella, que viró del asombro a la incredulidad, y de la
incredulidad a la furia.
El
cachetazo que sobrevino entonces terminó por parecerle natural,
porque la cara de ella daba para eso o para cualquier otra forma de
castigo. Enseguida, como para nutrir aun mas a la bestia de su
desampara, ella se acomodó la cartera y se trepó aun 93 que venía
repleto. Para colmo desde el estribo dio vuelta la cara y lo miro con
los ojos llenos de lágrimas. No hacia falta ser un genio para
advertir que no iba a perdonarlo nunca.
Muchas
veces, en las infinitas noches malgastadas en urdir el modo de
decírselo, había tratado de representarse a si mismo en el instante
posterior a haberlo hecho. Casi nunca lograba hacerse la idea.
Hablarle le parecía algo tan difícil, tan improbable, que el minuto
siguiente a haberlo conseguido se le antojaba de otro mundo; un
minuto para ser vivido en otro planeta.
Una
vez que constató que seguía con vida, que no había muerto de
vergüenza ni de pánico ni de desesperación en la empresa, trató
de pensar de nuevo el universo en torno suyo. Alrededor todo era
igual, a que negarlo. Buenos Aires estaba por todos lados, pero casi
no importaba. El cielo estaba encapotado de nubes bajas y pesadas.
Esteban casi sintió un pinchazo ligero de bronca, una sensación de
injusticia por esa indiferencia rotunda para con su tormento en carne
viva.
Con
pasos de autómata abandonó la parada y caminó por Leandro Alem
hasta la plaza. Ella seguía poblando sus pensamientos con una
premura irrenunciable. Su imagen de llanto en el estribo, su rostro
dolido y rabioso y desencantado se le imponían de un modo mucho
mayor que el tamaño que cobraba su propia desventura.
En
una de esas tardes de café que pactaban a menudo ella le había
contado, con naturalidad, que se casaba en mayo. Como el sabía que
tarde o temprano llegaría el día en que ella tendría que arrojarle
esa montaña sobre la cabeza, consiguió que el cataclismo de su alma
pasase casi inadvertido. Armándose de valor, hasta tuvo la hombría
de formular las preguntas consabidas: que cuando, que en que iglesia,
que la fiesta donde, que la luna de miel en que lugar y otras por el
estilo. Las tres noches siguientes, que pasó tumbado en la cama sin
pegar un ojo, trató de convencerse de que mejor, de que ya era hora,
de que el tal Alejandro no era mal tipo, de que ese iba a ser tal vez
el único modo de obligarse a perderla y olvidarla.
Se
vieron varias veces desde entonces. Habría sido sospechoso que él
evitara sus encuentros. ¿No le decía ella, siempre, que él era su
mejor amigo? ¿No se habían burlado juntos, cien veces, de los que
negaban la posibilidad de la amistad entre el hombre y la mujer? ¿No
se habían reído siempre en sus encuentros de los chimentos que los
unían en romances de todo tipo?
Para
Esteban esos fueron cuatro meses macabros, pero los soportó a pie
firme. Se encontraban en el café de siempre, en el Bajo, y la dejaba
hablar de la modista, del ramo de novia, del buffet froid, del costo
por cubierto, de las rencillas surgidas en torno a la lista de
invitados. Él se asombró, en ese lapso, de cuántas cosas era capaz
de soportar sin gritarle que se callara, que lo dejara en paz, que
dejara de martirizarlo con esos punzones afilados que le desgarraban
las entrañas.
Pero
el lunes, cuando ella llamó para citarlo para la antevíspera del
civil, sintió que era demasiado. Trató de decirle que no, que no
podía de ninguna manera, que mejor se veían directamente el día de
la iglesia, porque al civil también iba a serle imposible acudir.
Pero ella, como siempre, se las ingenió para desbaratarle las
intenciones y vencerle las resistencias, y al final se escuchó a sí
mismo pactando otro de esos encuentros del demonio en el café de
Leandro Alem para el miércoles a la tarde. Ella llegó con su
impuntualidad de siempre, declamando que debía partir en diez
minutos al encuentro de la modista, pero se pasó la siguiente hora y
media atorada en su monólogo florido. Igual estaba rara. Esteban
supuso que era natural y que todas las mujeres se ponían así en los
días previos a casarse.
Intentó
escucharla con la buena disposición de siempre. Pero por más que
trataba, lo corroía la idea de que desde la mañana del viernes
siguiente ella iba a serle fatal y perpetua y definitivamente ajena,
sin que él fuese capaz de enarbolar gesto alguno capaz de evitarlo.
Porque era evidente, se decía, que jamás conseguiría vencer su
propia cobardía. ¿Para qué traerle un problema, una desilusión?
¿Para qué ofenderla, inmiscuirse de contrabando en su existencia,
traicionar la linda amistad que los unía, obligarla a rechazarlo, a
decirle lo lamento, yo no sabía, jamás me hubiese imaginado? ¿Para
qué forzarla a poner cara de compasión, cara de te entiendo
pobrecito Esteban, cómo puedo ayudarte a que te olvides?
Atragantado
de dolor y de rabia consigo mismo, casi le agradeció en voz alta
cuando ella por fin hizo silencio, después de narrarle un principio
de conflicto felizmente resuelto entre sus testigos de la iglesia y
del civil, zanjado por la angelical intervención de Margarita.
Esteban tiró el último pedacito del sobre de azúcar en la borra
del pocillo, mientras ella miraba el reloj sobre la barra. Llamó al
mozo, pagó y salieron a la calle. Como siempre, se ofreció a
acompañarla hasta el colectivo, y ella accedió sonriendo. Sin
embargo, su locuacidad parecía haberse evaporado.
Esteban
empezó a sentirse mal del estómago. Había confiado en que los
últimos minutos de ese tormento asirio pasaran en el torbellino de
su charla infatigable. Pero en lugar de eso, ambos caminaban
silenciosos por el Bajo, ella mirándose los pies, y él con la vista
clavada en el vacío, buscando en su interior algún postrer despojo
de resignación o de valentía.
“Ya
llegamos”, dijo ella. En el refugio esperaba solamente una señora
gorda. Él, automáticamente, bajó el cordón y se paró en la
orilla de la calle. Era algo que siempre hacía. Por empezar, era
bastante más alto que ella, y al descender esos centímetros sus
ojos podían encontrar muy cerca los de ella. Y además, cuando algún
auto pasaba cerca de la vereda, Agustina instintivamente, aunque
siguieran la conversación sin inmutarse, estiraba el brazo y le
capturaba el suyo, atrayéndolo sin violencia hacia un lugar más
seguro; y ese gesto de cuidado e intimidad a él le entibiaba las
angustias.
Pero
hoy ni siquiera esos ritos antediluvianos surtían sus efectos
analgésicos. Ella tenía la vista suspendida adelante, tratando de
adivinar, en su miopía, el colectivo viniendo del lado del Correo.
Esteban, por su lado, trataba de detener el terremoto de sus tripas,
concentrándose en que ya era miércoles a la nochecita, y que el
asunto era permanecer con vida hasta el domingo. Porque abrigaba la
ilusión grisácea de que, desde entonces, su amor desventurado se
iría asfixiando en el tiempo y en la distancia, ahogado en el veneno
de lo irrevocable.
No
obstante, no se sintió aliviado cuando por fin el 93 se asomó por
el lado de Corrientes, y ella lo miró con una sonrisa rara y de
labios apretados, y le dijo “ahí viene” como si él fuese tonto,
como si fuese ciego, como si fuese incapaz de ver el enorme cacharro
amarillento de sus desventuras acercándose inexorable, zigzagueando
del carril lento al rápido y viceversa para consumar la catástrofe
de su alma, para tragarse al amor de su vida y arrancárselo para
siempre.
Fue
entonces, cuando ella lo miró con su cara de enigma de toda la tarde
y le dijo chau, cuando él inhaló de nuevo el olor inconfundible de
ella, cuando sintió el roce de sus dedos contra los suyos, cuando se
supo incapaz de sobrevivir al cataclismo de perderla, que él sintió,
junto a un dolor súbito en la boca del estómago, la certeza de que
iba a decírselo, de que las cosas habían dejado de importar, de que
ya no podía contener el océano volcánico de su amor secreto, de
que si se callaba moriría en el incendio de sus entrañas.
La
tomó del brazo y le dijo que no subiera, que lo dejara pasar, que
tomara el siguiente porque necesitaba decirle algo. Ella se quedó
mirándolo con los ojos muy abiertos, tal vez intuyendo que Esteban
iba a lanzarse por la pendiente sin retorno de las verdades tardías.
Y él, turbado por la vergüenza pero inmune ya a los trastornos de
la cobardía, la miró al centro de los ojos y le dijo que la amaba.
Y se lo escupió sin atenuantes y sin demorarse en escoger las
palabras adecuadas. Le dijo que se había enamorado de ella sin
límites ni miramientos la primera vez que la vio entrar en la
oficina, con su trajecito azul, y su pelo negro y lacio peinado con
esmero, mientras ella tartamudeaba presentaciones y se enredaba los
tacos en la alfombra burda del quinto piso. Le dijo que la había
adorado desde el mismo instante en que había llegado al escritorio
de atrás, y él la había visto de cerca por primera vez,
maravillado en el mar oscuro de sus ojos sin fondo, enternecido en su
mano helada de dedos largos y finitos.
Le
contó sobre el calvario paciente de sus cartas de amor,
contrabandeadas a sus insomnios, atesoradas en el fondo del segundo
cajón de su mesa de luz hasta el insólito número de doscientas
cuarenta y cuatro, hasta la saturación de imágenes y de metáforas,
hasta la sorda convicción de que jamás sería capaz de hacerle
llegar una sola de ellas. Le habló de la tortura dulce de los cinco
años malgastados en esos ejercicios inútiles, de que al final había
encontrado un espejismo de paz en la certeza de que su silencio lo
pondría a salvo de su sorpresa y su rechazo, de su adiós
irreversible, y de que había preferido indigestarse con sus frases
de amor que someterse al suplicio de su adiós definitivo.
En
el vértigo de la verdad, y temiendo la proximidad de un final de
catástrofe, comenzó a ametrallarla con los dardos flamígeros de
sus sentimientos desnudos. Intuyó, al calor de su corazón
desbocado, que las palabras corrientes, esas que se usan todos los
días, no eran adecuadas para describir un amor como el suyo, y
desplegó temerario una verborragia indómita que mezclaba
improvisaciones geniales con pedazos arrancados al azar a los
doscientos cuarenta y cuatro borradores de sus cartas de amor
empedernido.
Viéndola
parada frente a el, rígida, incrédula, le dijo también que se
hiciera cargo de ese amor, aunque no hiciese otra cosa más que eso.
Que al menos para abofetearlo, insultarlo, escupirlo, tomara partido,
hiciera algo, le diera a entender que, aun para despreciarlo, ella
también estaba ahora sumergida en el pantano de su amor y su
desconsuelo. Que al fin y al cabo era ella, a su modo y sin quererlo,
la única responsable de su agonía perpetua.
Hizo
un instante de silencio, como si las fuerzas descomunales que lo
habían conducido hasta allí estuviesen a punto de abandonarlo.
Resopló varias veces y con lo último de su empuje le pidió
disculpas, le dijo que hasta último momento tenía decidido
callarse, que había decidido no hablar por respeto, por no arruinar
esa amistad que tenían, por no ponerla a ella en el disgusto de
despreciar su amor, por evitarle la incomodidad de herirlo, por
ponerla a salvo de perder la naturalidad de sus voces y de sus
diálogos. Pero que al verla ahí, apunto de tomar el 93, había
entendido que no podría dejarla ir, que no sería capaz de perderla
para siempre, de perdurar el resto de su vida en la decrepitud de
carecer de ella, ajeno a sus humores y a sus detalles, ajeno a sus
tareas cotidianas, ajeno a sus embarazos y a sus hijos y a sus
reuniones de padres, ajeno a sus Navidades y a sus vacaciones en
Córdoba, ajeno a sus cambios de peinado y a sus compras de ropa,
ajeno a su cuerpo de piel y junco yaciendo en la oscuridad de cada
noche.
Después,
agotado, terminó por callarse. Fue cuando ella se lanzó a temblar
como una hoja, y le hizo estallar la cachetada en pleno rostro, y se
colgó del 93 que venía repleto, y lo condenó con los ojos por su
estúpido modo de arruinarle la antevíspera de su casamiento.
Esteban
se derrumbó en un banco de plaza y dejó caer la cabeza entre las
manos, mientras la fatiga inconmensurable de los nervios acumulados
le disolvía las articulaciones. El alma se le anegó de angustia y
de desamparo. Se vio al fin como tanto había temido verse: solo en
el universo, privado para siempre de ella y de la mera posibilidad de
ella alguna vez. Y aunque no se arrepintió de haber hablado como
acababa de hacerlo, cayó en la cuenta de que la tranquilidad de
conciencia tenía muy poco que ver con la paz de espíritu. Entonces
la congoja le subió por fin hasta los ojos, y la plaza y Buenos
Aires se le nublaron de lágrimas tibias y saladas. Trató de
contenerse primero. Pero cuando en su alma fue tomando por fin cuerpo
el tamaño de abismo de su soledad, el horizonte inabarcable de su
desolación, se desbarrancó en un llanto desesperado, que habría
hasta el fondo las esclusas de su rencor y su desconsuelo.
Empezó
a llover. Primero tímidamente, con unos gotones grandes y dispersos,
que golpeaban con fuerza las hojas de los árboles y los pétalos de
los flores en los canteros. Después con más ahínco, aunque sin
llegar al aguacero. En cuanto fue capaz de percibir la mojadura,
Esteban levantó la cabeza y miró en torno. La gente se había ido,
como siempre se va del Bajo cuando anochece. Dejó de llorar. Se
restregó con las mangas los ojos enrojecidos.
No
tenía la menor idea de adónde ir. Entendió, apesadumbrado, que la
vida le arrancaba de nuevo de cero, y que iba a tener que coleccionar
un sinnúmero de cosas y de gentes como para ocupar el agujero
descomunal que acababa de abrírsele en el lugar donde había estado
ella.
Caminó
de espaldas a la avenida, hacia el lado del río. A los pocos pasos
se detuvo, se asustó, y casi se enojó consigo mismo, cuando por
encima del rumor de la lluvia y de los autos creyó escuchar un grito
que traía su nombre. Era posible, por supuesto, que estuviesen
llamando a otro Esteban. Era posible que aunque la voz fuese de
mujer, y aunque se pareciese terriblemente a la voz de Agustina, la
nostalgia y la desesperación le estuviesen haciendo pasar un mal
rato. Era posible que el sonido rumoroso sobre las piedras
anaranjadas del caminito fuera otra cosa que los zapatos de taco de
ella tragándose la distancia que los separaba. Era posible que
estuviese alucinando, y que no valiese la pena volverse para verla a
ella indiscutible y real y tangible, a ella corriendo por la plaza
gritando su nombre, a ella despedazando el futuro escrito en letras
definitivas, a ella también empapada del agua de otro banco de otra
plaza, a ella saltándole al cuello en un abrazo risueño y bañado
de su propio llanto, a ella incinerándolo para siempre en el fuego
de sus labios contra los suyos, a ella abrigándolo en sus primeras
palabras de amor, susurradas trémulas contra su oído.
Está muy bueno!
ResponderEliminarHay un cuento que no me acuerdo ni el título ni el autor. Lo único que los personajes eran una pareja de viejitos. Ella cree que él no la ama más ya que lo encuentra admirando la foto de una mujer. Luego descubre que la mujer de esa foto es ella cuando era joven. Lo leí en el secundario. Supongo que ese momento era un clásico y figurita repetida, pero estaría bueno rescatarlo porque está relacionado con el recorrido. Además estoy intentando buscar cuentos donde los protagonistas sean adolescentes pero no encuentro nada, al menos que valga la pena. Encontré uno de Ana M. Matute pero no sé si está algo caduco. Es "El vecino de al lado". Después otro que se llama "Los novios" pero no conozco el autor. Ahora encontré algunos de Luis Pescetti pero lindan con lo humorístico. Seguiré en la búsqueda.