domingo, 30 de junio de 2013

Actividades sugeridas

2º Lectura


Dos opciones (para trabajar en parejas o pequeños grupos)


A) Esta historia de amor nos la cuenta él (no sabemos su nombre, sí que es uno de los protagonistas).... Imaginen ahora que son “ella”, que vuelve esa mañana a su casa y escribe lo sucedido en su Diario personal.

Querido diario (o cómo crean ustedes que ella comenzaría....):

…....................................................................................

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B) Hagan un collage (pueden recortar imágenes de diarios o revistas y/o dibujar con lápices, fibras, biromes, etc.) que represente una escena del relato que les haya gustado. Copien debajo una frase del cuento que les haya interesado o llamado la atención...



lunes, 17 de junio de 2013

Actividades sugeridas para el primer grupo de lecturas




1º GRUPO: Amor con humor: poema nº 1 y nº 7 de Oliverio Girondo (Espantapájaros)


¡A la manera de Girondo!


Dos opciones (para trabajar en parejas o pequeños grupos)


a) Vuelvan a escribir el poema nº 7 de O. Girondo pero cambiando la palabra amor por otra y a partir de ahí.... pueden hacer las modificaciones que quieran.



b) ¡Completen las frases! (esta vez los grupitos serán de chicas o chicos, para que sea más fácil ponerse de acuerdo!)



No sé; me importa un pito que las mujeres/hombres tengan

los…...................o...............................................................



Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que.....................................


 
Soy perfectamente capazde soportarles.......................................................



¡Pero eso si! - y en esto soy irreductible - no les perdono, bajo ningún pretexto,

que ….....................................



 

sábado, 15 de junio de 2013

El funeral de John Mortonson



John Mortonson estaba muerto; ya había dicho sus líneas en la tragedia del hombre y abandonado la escena.

El cuerpo descansaba en un buen ataúd de caoba provisto de una plancha de vidrio. Todos los arreglos para el funeral habían sido tan bien resueltos que el muerto sin duda los hubiera aprobado. La cara que se veia bajo el vidrio no era desagradable: tenía una leve sonrisa y, como si la muerte hubiese sido indolora, no había sido deformada hasta más allá de la capacidad de reparación del agente de pompas fúnebres. A las dos de la tarde los amigos debían reunirse para pagar su tributo final de respeto al que ya no necesitaba respeto ni amigos. Los miembros sobrevivientes de la familia venían en grupos a cada rato hasta el ataúd y lloraban sobre los plácidos rasgos protegidos por el vidrio. Esto no les hacía bien, y tampoco le hacía bien a John Mortonson, pero en presencia de la muerte la razón y la filosofía callan.

A medida que se acercaban las dos, los amigos empezaban a llegar, y después de ofrecr a los afligidos deudos los consuelos que la ocasión requería, se instalaban solemnemente en la habitación con mayor conciencia de su importancia en el sistema fúnebre. Llegó entonces el sacerdote y ante su deslumbrante presencia las luces menores se eclipsaron. Su entrada fue sucedida por la de la viuda, cuyas lamentaciones ocuparon todo el espacio. Se acercó al ataúd y después de apoyar su cara un momentop en el frío vidrio fue gentilmente conducida a una silla junto a su hija. En voz baja y gemebunda el hombre de Dios inició la eulogía del muerto, y su triste voz, mezclada con los sollozos que se proponía estimular y sostener, subía y bajaba, parecía ir y venir como el ruido de un mar desapacible. La tarde ya sombría se oscurecía aún más mientras hablaba: una cortina de nubes cubrió el cielo y se oyeron caer unas gotas de lluvia. Parecía que la naturaleza entera lloraba por John Mortonson.

Cuando el sacerdote concluyó su eulogía con una plegaria, se cantó un himno y los portadores del palio ocuparon sus lugares. Al morir las últimas notas del himno la viuda corrió hasta el ataúd, se echó sobre él y sollozó histéricamente. Poco a poco, sin embargo, fue cediendio a la persuasión y componiéndose; y cuando el sacerdote la conducía afuera sus ojos buscaron el rostro del muerto debajo del cristal. Alzó los brazos y con un chillido cayó hacia atrás desvanecida.

Los deudos se acercaron al ataúd, seguidos por los amigos, y cuando el reloj de la chimenea dio solemnemente las tres, todos miraban el rostro del finado John Mortonson.

Se apartaron descompuestos, casi desmayados. Un hombre, al tratar de huír aterrorizado de aquella siniestra visión, tropezó con el ataúd pesadamente y rompió sus débiles soportes: el ataúd cayó y el vidrio se hizo añicos.

Por la abertura se deslizó el gato de John Mortonson; saltó al suelo perezosamente, se sentó y, con la pata, se limpió tranquilamente el hocico enrojecido. Después salió dignamente de la habitación.



En Bierce, A., Una tumba sin fondo y otros relatos de horror, Buenos Aires, Ediciones Síntesis, 1980.

Poema nº 1 (de Oliverio Girondo, de Espantapájaros


 
No sé; me importa un pito que las mujeres tengan los senos como magnolias o como pasas de higo; un cutis de durazno o de papel de lija. Le doy una importancia igual a cero, al hecho de que amanezcan con un aliento afrodisíaco o con un aliento insecticida. Soy perfectamente capaz de soportarles una nariz que sacaría el primer premio en una exposición de zanahorias; ¡pero eso si! - y en esto soy irreductible - no les perdono, bajo ningún pretexto, que no sepan volar. Si no saben volar ¡pierden el tiempo las que pretendan seducirme!

Esta fue - y no otra- la razón de que me enamorase, tan locamente, de María Luisa.

¿Qué me importaban sus labios por entregas y sus encelos sulfurosos? ¿Qué me importaban sus extremidades de palmípedo y sus miradas de pronóstico reservado? ¡María Luisa era una verdadera pluma!

Desde el amanecer volaba del dormitorio a la cocina, volaba del comedor a la despensa. Volando me preparaba el baño, la camisa. Volando realizaba sus compras, sus quehaceres...

¡Con qué impaciencia yo esperaba que volviese, volando, de algún paseo por los alrededores! Allí lejos, perdido entre las nubes, un puntito rosado. "¡ María Luisa! ¡María Luisa!... y a los pocos segundos, ya me abrazaba con sus piernas de pluma, para llevarme, volando, a cualquier parte.

Durante kilómetros de silencio planeábamos una caricia que nos aproximaba al paraíso; durante horas enteras nos anidábamos en una nube, como dos ángeles, y de repente, en tirabuzón, en hoja

muerta, el aterrizaje forzoso de un espasmo.

¡ Qué delicia la de tener una mujer tan ligera..., aunque nos haga ver, de vez en cuando las estrellas! ¡Qué voluptuosidad la de pasarse los días entre las nubes...la de pasarse las noches de un solo vuelo!

Después de conocer a una mujer etérea, ¿puede brindarnos alguna clase de atractivos una mujer terrestre? ¿Verdad que no hay una diferencia sustancial entre vivir con una vaca o con una mujer que

tenga las nalgas a setenta y ocho centímetros del suelo?

Yo, por lo menos, soy incapaz de comprender la seducción de una mujer pedestre, y por más empeño que ponga en concebirlo, no me es posible ni tan siquiera imaginar que pueda hacerse el amor más que volando.
 
 
 

El petiso orejudo, el peor de los santos

https://drive.google.com/folderview?id=0B1N-Rlkw6PzgbzFQR09WR3V0WTQ&usp=sharing

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viernes, 14 de junio de 2013

El lobizón de Silvina Bullrich


Hoy tuvo lugar la autopsia. Como ustedes supondrán, he recobrado mi libertad. El informe médico es categórico: Diego murió de una lesión cardiaca en la noche del 20 al 21 de septiembre. También agrega que el ejercicio y la bebida despertaron la enfermedad ya latente en él.

Habíamos ido a remar al Tigre por la mañana, luego Diego pasó la tarde con Elvira y por la noche volvimos a reunirnos en su casa para comer. Elvira no pudo quedarse; me alegro por ella. De lo contrario se hubiera visto mezclada en esta absurda suposición de crimen.

Cuando íbamos a lo de Diego comíamos y bebíamos demasiado, y aquella noche con mayor razón, puesto que no había ninguna mujer. Por eso, al cabo de un rato, agotado el tema político, entramos en el terreno de los cuentos picarescos, y de ahí, ayudados por el alcohol, resbalamos a las confidencias. Eramos cuatro hombres jóvenes, despreocupados; no creíamos ni en Dios ni en el diablo; mucho menos en fantasmas y supersticiones. Yo pronuncié palabras tan irreverentes sobre las pueriles creencias de la humanidad que Diego, el más serio de todos, el mayor también, me interrumpió bruscamente:

-Si te hubiera ocurrido en la vida lo que me ocurrió a mí, quizá vacilaras antes de afirmar que solo existe lo que ven nuestros ojos.

E inmediatamente, sin esperar siquiera nuestras preguntas, nos contó lo que hoy transcribo, lo que todos olvidamos intencionalmente durante el interrogatorio por respeto a la memoria de nuestro amigo. Como me reservo el derecho de ocultar su apellido, ese secreto, que mis compañeros tampoco revelarán, ha sido sepultado con él. M e apresuro a decir que considero este relato como uno de los tantos casos de sugestión colectiva tan estudiada por la psicología actual. El lector podrá comprobarlo por sí mismo. Lo cierto es que su muerte y la investigación que la siguió (fui el último en retirarse de la casa de Diego, y su muerte, según los informes médicos, ocurrió a las tres de la madrugada, hora en que yo lo dejé creyéndolo dormido) han desequilibrado mi sistema nervioso. Dicen que la mejor manera de librarse de un obsesión es verterla sobre el papel. Quiero hacer la prueba. Después me iré al campo. Si, indudablemente, necesito una temporada de reposo.


Relato de Diego.
Mi infancia transcurría feliz en aquella casa del barrio de Flores, cuya fealdad pasaba inadvertida por su semejanza con las casas vecinas. Era una construcción de un solo piso, sencilla, vulgar, de la cual se desprendía todo el tedio de las familias burguesas que resuelven sin problemas espirituales.

Era un cubo simétrico, revocado de un color crema, casi ocre, detestable. Encima de las puertas y de las ventanas, rectángulos de mosaicos verdes aumentaban la fealdad de la última vivienda en la que fui dichoso. Había un patio al frente; un corredor que corría a lo largo de la casa lo unía con un patio del fondo. Siete casas iguales completaban la cuadra. El barrio había crecido, pero conservaba una trasplantada tristeza provinciana que se acentuaban los domingos. Ese día,, en nombre del descanso dominical, me prohibían toda actividad. Yo permanecía asomado a la ventana, mirando, entristeciéndome paulatinamente, la calle desierta, el verde oscuro y terroso de las plantas del patio y todas las gamas del color ocre declinando en los revoques groseros. Contaba los mosaicos que coronaban las puertas de las casas vecinas, las divisiones de cada mosaico: sumaba, restaba, no me detenía sino en cifras pares, y luego volvía a empezar indefinidamente. A veces el carrito rojo y verde del manisero ponía una nota de color en la monotonía de nuestra calle; yo, para retenerlo un rato más, corría a comprar cinco centavos de maní; quería respirar un olor distinto, preciso, ese olor a tostado, acogedor, del maní caliente (en casa había siempre olor a ropa recién planchada y a jabón amarillo) y luego lo miraba alejarse al son de la áspera corneta del manisero.

Me detengo en estos detalles porque su misma trivialidad me recuerda que en un tiempo fui niño sin importancia, igual a todos los niños. Me gustaban los días de sol y las noches de luna. Después -¿no lo han advertido ustedes?- en las noches de luna llena no me atrevo a cruzar el umbral de mi casa.

Eramos siete hermanos varones; yo era el menor. Cuando llegaban personas de visita me palmeaban amistosamente, exclamando: “¡Este es el ahijado del presidente!”.

Yo me enorgullecía; tenía en la cabecera de mi cama, junto a una imagen en colores de la Virgen de Luján, un retrato del presidente, en el cual rezaban estas palabras: “Para Diego…de su padrino”. La firma estampada al pie impedía dudar de la autenticidad de la dedicatoria. Aún creía que ser el séptimo hijo varón era un motivo de orgullo; mi madre, sin embargo, oponía ciertas resistencias al entusiasmo de los vecinos, y cuando le era posible eludía el tema. Era hija de un chacarero de Entre Ríos y la gente de esa región es supersticiosa.

Una tarde, a las pocas semanas de haber muerto mi abuelo, yo estaba ocupado en mi juego predilecto. Consistía en deslizarme sin ser visto bajo la mesa del comedor, y allí, al amparo de la amplia carpeta de felpa granate que la cubría, permanecía horas y horas, soñando que era un indio refugiado en su carpa, en esa carpa que nunca habían querido traerme los Reyes Magos. Yo tenía diez años; ya no creía en los Reyes, pero todavía me fascinaban las aventuras y continuaba gozando de mi carpa improvisada.

En una cabecera de la mesa mi madre colocaba su maquinita de coser; en la otra mi tía hacía un eterno solitario, moviendo de tanto en tanto, mientras luchaba con el deseo de hacerse trampa a sí misma, el dial de la radio colocada sobre el aparador. En mi familia, como en todas las familias modestas, el comedor era la mejor pieza de la casa y el lugar de reunión. Yo soportaba los chillidos de la radio pensando que era el viento que rugía entre las montañas. Pero no debo detenerme en estos detalles; sé que lo hago por cobardía, para demorar la confesión que hoy quiero hacerles.

Diego apuró su vaso de whisky y continuó, dando a sus palabras un ritmo nervioso, acelerado. Aquella tarde mi padre entró en el comedor como todos los días al regresar de la oficina. Besó a mi madre en la frente y luego dijo con ese acento categórico de amo que usan todos los empleados humildes dentro de su casa:

-Ya está todo resuelto; a principios de mes nos vamos a Entre Ríos.

El ruido de la máquina de coser de mi madre cesó bruscamente.

-¡No! –exclamó mi madre-. ¿Lo dices en serio? ¡No es posible!.
-¿Por qué no va a ser posible? Tus hermanos son unos incapaces y no me inspiran fe; quiero ir yo mismo a regir tu campo. Ya verás cómo lo hago rendir.
-Pero es una extensión muy chica –arguyó mi madre- . y si pierdes tu empelo, a la vuelta no encontraras otro. Recuerda que este te lo dio el padrino cuando bautizamos a Diego pero ahora las cosas no están fáciles para el partido.
-¿Y crees que voy a seguir pudriéndome en una oficina por cuatrocientos miserables pesos? Ni siquiera alcanzan para mantener a mi familia, y eso que nunca voy al café. Ya estoy harto de ahogar entre cuatro paredes los mejores años de mi vida.
-Pero antes era pero. El taller solo daba gastos…-Bueno; pediré licencia sin goce de sueldo y después veremos. Pero tengo confianza en el campo. El tuyo es alto, rico…
-La casa es casi un rancho…
-¿Acaso esto es un palacio?.

Entonces mi madre pronunció la frase decisiva, sorprendente. Resistiendo por primera vez a una orden del marido, exclamó:

-No, yo no me voy. No quiero irme… No puedo… por Diego.

¿Por mí? ¿Por qué podía ser yo un impedimento para ese viaje? ¡Si nadie tenía tantas ganas como yo de vivir en el campo! Quería correr el día entero al aire libre, como los chico ricos durante los meses de vacaciones.

-No puedo admitir que una leyenda entupida destruya nuestras vidas –rugió mi padre-. Sería completamente absurdo…
-Pero ¿de què se trata? –inquirió mi tía.
Mis padres parecieron titubear; por fin mi madre contestó:
-Diego es el menor de siete hermanos varones…
-¿y…?
-Tengo miedo –sollozó mi madre-, miedo de las noches de luna llena.

Hubo un silencio denso, cargado de respuestas y de interrogantes. Y yo, de pronto, recordé la única oportunidad en que mi madre ma había tratado con rudeza, casi con crueldad. Era, en efecto, una noche de luna llena. Hacía mucho calor; en los cuartos la atmósfera era irrespirable. Yo, sin sospechar que cometía una falta grave, salí al patio en procura del aire fresco que corría bajo el parral. De pronto vi aparecer a mi madre; estaba pálida, había en sus ojos una expresión de angustia, casi de terror.

-¿Qué haces ahí? –me preguntó con voz ahogada, sin acercarse.

Se apoderó de mí el miedo que emanaba de ella y escapé por la puerta de la cocina. Entonces oí un grito desolado; pensé que a mi madre le había ocurrido algo y volví junto a ella. La encontré abrumada en la mecedora de mimbre, llorando, la cara hundida entre las manos. Me acerqué a besarla; se estremeció como si la rozara un reptil.

-¡Vete –gritó-, vete, maldito!
La palabra no guardaba proporción con lo inofensivo de mi travesura.
-No te pongas así, mamá –supliqué-. Tenía calor, quise tomar aire. Si te desespera tanto, no lo haré más, te prometo que no lo haré más.

Mi madre alzó la cabeza, me miró largamente; luego pasó sus manos por mi cabello oscuro y espeso, por mis orejas grandes, muy separadas del rostro; por mis deformes dientes de chico que asomaban entre mis labios entreabiertos.

-Este pelo… estas orejas… estos dientes…-murmuró.

Me eché a reír.
-No es para tanto; a lo mejor, las chicas me encuentran buen mozo lo mismo.

Ella sonrió y entramos en la casa. Fiel a mi palabra, no volví a salir al patio por las noches. Pero ya en el comedor, mi padre había roto el silencio con estas enigmáticas palabras:

-Es por esa grotesca leyenda del lobizón.
Hubo otro silencio. Mi tía lo cortó:
-No deja de tener razón. En el campo la situación del chico podría ser difícil.
-En este mundo todo tiene remedio- sentenció mi padre.
-¿Cuál? –preguntaron a un tiempo mi madre y mi tía.
-Es muy sencillo. Como Mario está haciendo el servicio militar, todos creerán que tenemos seis hijos varones. Más adelante habrá tiempo de buscar otra solución. Podemos mandar a Diego a un colegio de Buenos Aires, por ejemplo.

En ese instante entraron dos de mis hermanos y la conversación cambió de rumbo. Yo había comprendido que un destino excepcional y poco envidiable pesaba sobre mí, pero ¿cuál?. No me atrevía a interrogar. Sabía que cualquier pregunta agravaría el pesar de mi madre, ya resignada a la obediencia. Los primeros meses que pasamos en Entre Ríos fueron tales como yo los había imaginado. El aire del campo borraba nuestras palideces de niños de suburbio, crecíamos todos alegres y robustos. Nuestra felicidad hubiera sido completa de no ser por las nubes que arrojaban sobre ella las preguntas de los vecinos:

-¿Así que son seis varones?¿No hubo ninguna mujer? De todas maneras es una linda familia.

La mano de mi madre temblaba sobre la máquina de coser. Pero si todas las dichas son inestables, ninguna lo es tanto como la que está basada sobre una mentira. Un día, inexorablemente, llegó Mario. Habían licenciado a los conscriptos por razones de economía, y él había corrido a juntarse con nosotros, sin suponer que su llegada trastornaría la alegría del hogar y me robaría para siempre la paz interior. Al principio no advertí diferencia en el trato de los amigos de la casa. Sin embargo, poco a poco los unos se alejaban, los otros se despedían en cuanto me veían aparecer. Cuando pasaba por las calles del pueblo, los chicos, de la mano, me seguían cantando: “Juguemos en el bosque que el lobo ya se fue…”. Yo apresuraba el paso, y a la vuelta le pedía a mi madre que me diese cualquier trabajo en el campo, pero que no me mandase al pueblo. Y en las noches de luna llena mi madre aseguraba desde temprano las trancas de las puertas y ventanas.

Una extraña nerviosidad empezaba a apoderarse de mí; sentía que se preparaba un acontecimiento terrible, que nada podría detener. A menudo, cuando estaba solo, murmuraba: “El lobizón… lobizón”, buscando el sentido de esa fatídica palabra.

Los niños, como las personas mayores, no tardan en informar a sus amigos de los acontecimientos desagradables que corren respecto a ellos. Una riña a propósito de un barrilete me trajo la aclaración deseada.

-Guardátelo- gritó mi compañero, más débil que yo, abandonando entre mis manos el pájaro de papel- guardátelo siguieres; total, a mí no me importa: soy un chico normal, puedo jugar con quien se me dé la gana. Y nunca más voy a jugar contigo, nunca, ¿sabes? A mi papá no le gusta que juegue con un lobizón.

Solté el barrilete. Me precipité sobre el niño, lo así con ambas manos por el cuello de la camisa y lo sacudí enloquecido, sin saber lo que hacía, gritando:

-¿Qué es un lobizón? ¿Qué es?… dímelo o te mato.
El chico callaba aterrorizado. Insistí persuasivo.
-Si me dices que es un lobizón te doy el barrilete… Mira, ahí está, es tuyo.
-Tú eres un lobizón… Tú.
-¿Por qué yo? ¿Por qué yo y no tú?
-Suéltame y te lo digo.
-No; no te suelto hasta que me hayas dicho qué es un lobizón.
-El séptimo hijo varón –respondió mi amigo- el que se convierte en lobo en las noches de luna.
-Pero yo no me convierto en lobo –protesté- ¿Cuándo me has visto convertido en lobo?
-Yo no te he visto, pero don prudencio dice que te vio y también doña María la curandera, y
-Mienten –grité desesperado- ¡Mienten! Mírame bien ¿tengo algo de lobo?
-No sé… el pelo tan oscuro… las orejas y los dientes tan grandes…

Pasé una mano temblorosa por mi cabello, efectivamente negro y áspero, como el pelo de un lobo; toqué mis orejas grandes, que de pronto me parecieron puntiagudas.

-Mienten –repetí, pero ya sin convicción.
-Es que tú mismo no lo sabes –argumentó mi amigo-; cuando vuelves a ser hombre, no recuerdas que has sido lobo.

Yo continuaba murmurando “mienten…”

-Ya ves que tus padres te hacían pasar por el sexto hijo… No querían que supiéramos que eras el sétimo… Por algo será.

Su lógica me abrumaba. Todo era verdad. Recordé el terror de mi madre al verme de noche en el patio y la conversación que había sorprendido, oculto bajo la mesa del comedor.

-Y desde que has llegado –insistió mi amigo, ya dueño del barrilete- anda un lobo por la región y ha comido muchas ovejas. En el puesto La Blanqueada han muerto cuatro. Y dicen que había huellas de lobo junto al arroyo del Gato.

Yo no quería oír más. Corrí hasta mi casa, sacudido por horribles sollozos; y al ver a mi madre junto al brocal del pozo, le tendí los brazos y caí a sus pies, exhausto. Mi madre me hizo acostar y dormir gran parte del día. Cuando me desperté era de noche. En el cielo brillaba una luna clara, redonda. A los lejos aullaba un lobo ¡Un lobo! Me levanté sin reflexionar, como hipnotizado. Hoy sé que era el resultado inevitable de las palabras oídas por la tarde, pero en ese momento era la víctima de una poderosa alucinación. Me asomé a la ventana; el aullido se repitió más preciso, más prolongado. Hoy sé que era un perro que aullaba junto a su amo agonizante. Pero aquella noche supe que era un lobo. Entonces, entregado a mi destino, no sé si crédulo o histérico, o acaso realmente lobo, me incliné sobre el alféizar y lacé un aullido lastimero. Dos de mis hermanos, que dormían en el mismo cuarto, despertaron sobresaltados.

-¿Qué haces? –preguntó Juan, levantándose para detenerme.
-No te muevas –murmuró Pedro-. No te muevas; es el lobizón.

La sombra de mi cabeza se dibujaba en el suelo; era la cabeza de un lobo. Mis uñas se clavaban como garras en la palma de mis manos; luego sentí que mis dedos se estiraban, perdían sus articulaciones. Me pareció que los dientes crecían afilados y me desfiguraban la boca, que el cabello me cubría la frente. Lancé otro aullido y salté por la ventana. Vi luz en el cuarto de mi madre, pero no me detuve. Eché a correr por el campo dormido bajo la luna culpable. A mis espaldas oí gritar: “¡El lobizón, el lobizón!… ¡Deténganlo!…”

Me encontraron medio muerto junto al puesto de La Blanqueada. Mis ropas de dormir estaban desgarradas por los cardos: me sangraban los labios y las palmas de las manos. Dicen que aquella noche un lobo se comió a una oveja, pero no fui yo… podría jurar que no fui yo… Aunque, en realidad, dicen que cuando el lobizón vuelve a ser hombre olvida que ha sido lobo… Pero yo nunca me hubiera olvidado… No, claro que no me hubiera olvidado.

Diego miró el cielo de verano, donde brillaba una luna redonda. Se llevó las manos a la cabeza, hundió los dedos en su cabello, se acarició las orejas. Luego agregó:

-Váyanse. Me ha hecho mal recordar esto… Es como si hubiera revivido aquella noche atroz.
Permanecimos callados, sin atrevernos a dar un paso.
-Váyanse –insistió Diego-. Quiero dormir.

Cerró los ojos. Yo fui el último en irse. No sé si permanecí junto a él por espíritu de compañerismo o por curiosidad. Una espuma sanguinolenta escapaba de su boca; pero eso lo vi después, en el recuerdo. Estaba fascinado por sus manos velludas, crispadas, rígidas sobre el brazo del sillón. Pensaba que estaban convirtiéndose en garras, pero no sabía -¿Cómo podía saberlo?- que eran las manos de un muerto.

martes, 11 de junio de 2013

Manos, de Elsa Bornemann

Montones de veces —y a mi pedido— mi inolvidable tío Tomás me contó esta historia "de miedo" cuando yo era chica y lo acompañaba a pescar ciertas noches de verano.



Me aseguraba que había sucedido en un pueblo de la provincia de Buenos Aires. En Pergamino o Junín o Santa Lucía... No recuerdo con exactitud este dato ni la fecha cuando ocurrió tal acontecimiento y —lamentablemente— hace años que él ya no está para aclararme las dudas. Lo que sí recuerdo es que —de entre todos los que el tío solía narrarme mientras sostenía la caña sobre el río y yo me echaba a su lado, cara a las estrellas— este relato era uno de mis preferidos.



—¡Te pone los pelos de punta y —sin embargo— encantada de escucharlo! ¿Quién entiende a esta sobrina? —me decía el tío—. Ah, pero después no quiero quejas de tu mamá, ¿eh? Te lo cuento otra vez a cambio de tu promesa...

 Y entonces yo volvía a prometerle que guardaría el secreto, que mi madre no iba a enterarse de que él había vuelto a narrármelo, que iba a aguantarme sin llamarla si no podía dormir más tarde cuando —de regreso a casa— me fuera a la cama y a la soledad de mi cuarto.

 Siempre cumplí con mis promesas. Por eso, esta historia de manos —como tantas otras que sospecho eran inventadas por el tío o recordadas desde su propia infancia— me fue contada una y otra vez.

 
Y una y otra vez la conté yo misma —años después— a mis propios "sobrinhijos" así como —ahora— me dispongo a contártela: como si —también— fueras mi sobrina o mi sobrino, mi hija o mi hijo y me pidieras:

 —¡Dale, tía; dale, mami, un cuento "de miedo"!

 Y bien. Aquí va:

 Martina, Camila y Oriana eran amigas amiguísimas.

 No sólo concurrían a la misma escuela sino que —también— se encontraban fuera de los horarios de las clases. Unas veces, para preparar tareas escolares y otras, simplemente para estar juntas.

 De otoño a primavera, las tres solían pasar algunos fines de semana en la casa de campo que la familia de Martina tenía en las afueras de la ciudad.

 ¡Cómo se divertían entonces! Tantos juegos al aire libre, paseos en bicicleta, cabalgatas, fogones al anochecer...

 Aquel sábado de pleno invierno —por ejemplo—lo habían disfrutado por completo, y la alegría de las tres nenas se prolongaba —aún— durante la cena en el comedor de la casa de campo porque la abuela Odila les reservaba una sorpresa: antes de ir a dormir les iba a enseñar unos pasos de zapateo americano, al compás de viejos discos que había traído especialmente para esa ocasión.

 Adorable la abuela de Martina. No aparentaba la edad que tenía. Siempre dinámica, coqueta, de buen humor, conversadora. Había sido una excelente bailarina de "tap"
1. Las chicas lo sabían y por eso le habían insistido para que bailara con ellas.

 —¿Por qué no lo dejan para mañana a la tardecita, ¿eh? Ya es hora de ir a descansar. Además, la abuela no paró un minuto en todo el día. Debe de estar agotada.

 La mamá de Martina trató —en vano— de convencerlas para que se fueran a dormir a las cuatro y no sólo a las niñas, porque la abuela tampoco estaba dispuesta a concluir aquella jornada sin la anunciada sesión de baile. Así fue como —al rato y mientras los padres, los perros y la gata se ubicaban en la sala de estar a manera de público— la abuela y las tres nenas se preparaban para la función casera de zapateo americano.

 Afuera, el viento parecía querer sumarse con su propia melodía: silbaba con intensidad entre los árboles.

 Arriba —bien arriba— el cielo, con las estrellas escondidas tras espesos nubarrones.

 La improvisada clase de baile se prolongó cerca de una hora. El tiempo suficiente como para que Martina, Camila y Oriana aprendieran —entre risas— algunos pasos de "tap" y la abuela se quedara exhausta y muy acalorada.

 Pronto, todos se retiraron a sus cuartos.

 Alrededor de la casa, la noche, tan negra como el sombrero de copa que habían usado para la función.

 Las tres nenas ya se habían acostado. Ocupaban el cuarto de huéspedes, como en cada oportunidad que pasaban en esa casa.

 Era un dormitorio amplio, ubicado en el primer piso. Tenía ventanas que se abrían sobre el parque trasero del edificio y a través de las cuales solía filtrarse el resplandor de la luna (aunque no en noches como aquella, claro, en la que la oscuridad era un enorme poncho cubriéndolo todo).

 En el cuarto había tres camas de una plaza, colocadas en forma paralela, en hilera y separadas por sólidas mesas de luz.

 En la cama de la izquierda, Martina, porque prefería el lugar junto a la puerta. En la cama de la derecha, Camila, porque le gustaba el sitio al lado de la ventana.

 En la cama del medio, Oriana, porque era miedosa y decía que así se sentía protegida por sus amigas.

 Las chicas acababan de dormirse cuando las despertó —de repente— la voz del padre. Terminaba de vestirse —nuevamente y de prisa— a la par que les decía:

 —La abuela se descompuso. Nada grave —creemos—, pero vamos a llevarla hasta el hospital del pueblo para que la revisen, así nos quedamos tranquilos. Enseguida volvemos. Ah, dice mamá que no vayan a levantarse, que traten de dormir hasta que regresemos. Hasta luego.

 ¿Dormir? ¿Quién podía dormir después de esa mala noticia? Las chicas no, al menos, preocupadas como se quedaban por la salud de la querida abuela. Y menos pudieron dormir minutos después de que oyeron el ruido del auto del padre, saliendo de la casa, ya que a la angustia de la espera se agregó el miedo por los tremendos ruidos de la tormenta que —finalmente— había decidido desmelenarse sobre la noche.

 Truenos y rayos que conmovían el corazón.

 Relámpagos, como gigantescas y electrizadas luciérnagas.

 El viento, volcándose como pocas veces antes.

 —¡Tengo miedo! ¡Tengo miedo! —gritó Oriana, de repente.

 Las otras dos también lo tenían pero permanecían calladas, tragándose la inquietud.

 Martina trató de calmar a su amiguita (y de calmarse, por qué negarlo) encendiendo su velador. Camila hizo lo mismo.

 La cama de Oriana fue —entonces— la más iluminada de las tres ya que —al estar en el medio de las otras— recibía la luz directa de dos veladores.

 —No pasa nada. La tormenta empeora la situación, eso es todo —decía Martina, dándose ánimo ella también con sus propios argumentos.

 —Enseguida van a volver con la abuela. Seguro —opinaba Camila.

 Y así —entre las lamentaciones de Oriana y las palabras de consuelo de las amigas más corajudas— transcurrió alrededor de un cuarto de hora en todos los relojes.

 Cuando el de la sala —grande y de péndulo— marcó las doce con sus ahuecados talanes, las jovencitas ya habían logrado tranquilizarse bastante, a pesar de que la tormenta amenazaba con tornarse inacabable.

 Las luces se apagaron de golpe.

 —¡No me hagan bromas pesadas! —chilló Oriana—¡Enciendan los veladores otra vez, malditas! —y asustada, ella misma tanteó sobre las mesitas para encontrar las perillas.

 Sólo encontró las manos de sus amigas, haciendo lo propio.

 —¡Yo no apagué nada, boba! —protestó Camila.

 —¡Se habrá cortado la luz! —supuso Martina.

Y así era nomás. Demasiada electricidad haciendo travesuras en el cielo y nada allí —en la casa— donde tanto se la necesitaba en esos momentos...

 Oriana se echó a llorar, desconsolada.

 —¡Tengo miedo! ¡Hay que ir a buscar las velas a la cocina! ¡Hay que bajar a buscar fósforos y velas! ¡O una linterna!

 —"¡Hay que!" "¡Hay que!" ¡Qué viva la señorita! ¿Y quién baja, ¿eh? ¿Quién?—se enojó Camila—. Yo, ¡ni loca!

 —¡Yo tampoco! —agregó Martina—. Esta Oriana se cree que soy la Superniña, pero no. Yo también tengo miedo, ¡qué tanto! Además, mi mamá nos recomendó que no nos levantáramos, ¿recuerdan?

 Oriana lloraba con la cabeza oculta debajo de la almohada.

—Buaaaah... ¿Qué hacemos entonces? ¡Me muero de miedo! Por favor, bajen a buscar velas... Sean buenitas... Buaaah...

 Martina sintió pena por su amiga. Si bien eran de la misma edad, Oriana parecía más chiquita y se comportaba como tal. Se compadeció y actuó —entonces— cual si fuera una heramana mayor.

 —Bueno, bueno; no llores más, Ori. Tranquila... Se me ocurrió una idea. Vamos a hacer una cosa para no tener más miedo, ¿sí?

 —¿Q--ué..? —balbuceó Oriana.

 —¿Qué cosa? —Camila también se mostró interesada, lógico (aunque seguía sin quejarse, el temor la hacía temblar). Martina continuó con su explicación:

 —Nos tapamos bien —cada una en su cama— y estiramos los brazos, bien estirados hacia afuera, hasta darnos las manos.

 Enseguida, lo hicieron.

 Obviamente, Oriana fue la que se sintió más amparada: al estar en el medio de sus dos amigas y abrir los brazos en cruz, pudo sentir un apretoncito en ambas manos.

 —¡Qué suertuda Ori!, ¿eh? —bromeó Camila.

 —Desde tu cama se recibe compañía de los dos lados...

 —En cambio, nosotras... —completó Martina— sólo con una mano...

 Y así —de manos fuertemente entrelazadas— las tres niñas lograron vencer buena parte de sus miedos.

 Al rato, todas dormían.

 Afuera, la tormenta empezaba a despedirse.

Gracias a Dios, la abuela ya se siente bien —les contó la madre al amanecer del día siguiente, en cuanto retornaron a la casa con su marido y su suegra y dispararon al primer piso para ver cómo estaban las chicas—. Fue sólo un susto. Como —a su regreso— las niñas dormían plácidamente, la abuela misma había sido la encargada de despertarlas para avisarles que todo estaba en orden. ¡Qué alegría!

 —Así me gusta. ¡Son muy valientes! Las felicito —y la abuela las besó y les prometió servirles el desayuno en la cama, para mimarlas un poco, después de la noche de nervios que habían pasado.

 —No tan valientes, señora... Al menos, yo no... —susurró Oriana, algo avergonzada por su comportamiento de la víspera—. Fue su nieta la que consiguió que nos calmáramos...

 Tras esta confesión de la nena, padres y abuela quisieron saber qué habían hecho para no asustarse demasiado.

 Entonces, las tres amiguitas les contaron:

 —Nos tapamos bien, cada una en su cama como ahora...

 —Estirarnos los brazos así, como ahora...

 —Nos dimos las manos con fuerza, así, como ahora...

 ¡Qué impresión les causó lo que comprobaron en ese instante, María Santísima! Y de la misma no se libraron ni los padres ni la abuela.

 Resulta que por más que se esforzaron —estirando los brazos a más no poder— sus manos infantiles no llegaban a rozarse siquiera.

 ¡Y había que correr las camas laterales unos diez centímetros hacia la del medio para que las chicas pudieran tocarse —apenas— las puntas de los dedos!

 Sin embargo, las tres habían —realmente— sentido que sus manos les eran estrechadas por otras, no bien llevaron a la acción la propuesta de Martina.

 —¿Las manos de quién??? —exclamaron entonces, mientras los adultos trataban de disimular sus propios sentimientos de horror.

 —¿De quiénes??? —corrigió Oriana, con una mueca de espanto. ¡Ella había sido tomada de ambas manos!

 Manos.

 Cuatro manos más aparte de las seis de las niñas, moviéndose en la oscuridad de aquella noche al encuentro de otras, en busca de aferrarse entre sí.

 Manos humanas.

 Manos espectrales.


 (Acaso ——a veces, de tanto en tanto— los fantasmas también tengan miedo... y nos necesiten...)





1 Tap: zapateo americano.

martes, 4 de junio de 2013




RESIDUOS, de Luis Fernando Veríssimo



Un hombre y una mujer se encuentran en el palier, cada uno con su bolsa de residuos. Es la primera vez que se hablan. 

- Buen día. 

- Buen día. 

- Usted es del 610. 

- Y usted es del 612.- 

Sí. 

- Todavía no lo conocía personalmente. 

- Ajá. 

- Disculpe mi indiscreción, pero he visto sus bolsas de residuos... 

- ¿Mis qué? 

- Sus residuos. 

- Ah. 

- Noté que nunca es mucho. Su familia debe ser chica... 

- La verdad, soy yo solo. 

- Hmmm. Vi también que usa mucha comida en lata. 

- Es que tengo que hacerme la comida. Y como no sé cocinar... 

- Entiendo. 

- Usted también... 

- Tratáme de vos. 

- Vos también perdoná mi indiscreción, pero vi algunos restos de comida en tus bolsas. Champiñones, cosas por estilo… 
- Es que me gusta mucho cocinar. Hacer platos diferentes. Pero como vivo sola, a veces sobra.... 

- ¿Usted...vos no tenés familia? 

- Tengo, pero no aquí. 

- En Espíritu Santo. 

- ¿Cómo sabés? 

- Vi unos sobres en la basura. De Espíritu Santo. 

- Si. Mamá escribe todas las semanas. 

- ¿Ella es maestra? 

- ¡Qué increíble!¿Cómo fue que adivinaste? 

- Por la letra en el sobre. Me pareció letra de maestra. 

- Usted no recibe muchas cartas. A juzgar por sus residuos... 

- Y...no. 

- El otro día tenía un telegrama abollado. 

- Sí. 

- ¿Malas noticias? 

- Mi padre. Murió. 

- Lo siento mucho. 

- Ya estaba muy viejito. Allá en el sur. Hace tiempo que no nos veíamos. 

- ¿Fue por eso que volviste a fumar? 

- ¿Cómo sabés? 

- De un día para otro empezaron a aparecer en tu basura etiquetas de cigarrillos. 

- Es cierto. Pero conseguí dejar otra vez. 

- Yo, gracias a Dios, nunca fumé. 

- Ya sé. Pero he visto frasquitos de pastillas en tu basura. 

- Tranquilizantes. Fue una etapa. Ya pasó. 

- ¿Te peleaste con tu novio, no es cierto? 

- ¿Eso también lo descubriste en la basura? 

- Primero el ramo de flores con la tarjeta, arrojado afuera. Después muchos pañuelos de papel. 

- Si, lloré bastante, pero ya pasó. 

- Pero hoy todavía veo unos pañuelitos... 

- Es que estoy un poco resfriada. 

- Ah. 

- Muchas veces veo revistas de palabras cruzadas en tus bolsas. 

- Sí..., es que...me quedo mucho en casa. No salgo mucho, sabés. 

- ¿Novia? 

- No. 

- Pero hace unos días había una foto de una mujer en tus bolsas. Y muy bonita. 

- Estuve limpiando unos cajones. Cosas viejas. 

- Pero no rompiste la foto. Eso significa que, en el fondo, querés que ella vuelva. 

- ¡Vos ya estás analizando mis residuos! 

- No puedo negar que me interesaron. 

- Qué gracioso. Cuando examiné tus bolsas, pensé que me gustaría conocerte, creo que fue por la poesía. 

- ¡No!¿Vos viste mis poemas? 

- Los vi y me gustaron mucho. 

- ¡Pero son malísimos! 
-Sí realmente creyeras que son malos, los habrías roto. Solamente estaban doblados. 

- Si hubiera sabido que los ibas a leer... 

- No me los quedé porque, a fin de cuentas, estaría robando. A ver, no sé; ¿lo que alguien tira a la basura, sigue siendo de su propiedad? 

- Creo que no. La basura es de dominio público. 

- Tenés razón. A través de la basura, lo particular se hace público. Lo que sobra de nuestra vida privada se integra con las sobras de los otros. Es comunitario, es nuestra parte más social. ¿Será así? 

- Bueno, ya estás profundizando demasiado en el tema de la basura. Creo que... 

- Ayer en tus residuos... 

- ¿Qué? 
¿Me equivoco o eran cáscaras de camarones? 

- Acertaste. Compré unos camarones grandes y los pelé. 

- Me encantan los camarones. 

- Los pelé pero todavía no los comí. Quizás podríamos... 

- ¿Cenar juntos? 

- Claro. 

- No quiero darte trabajo. 

- No es ningún trabajo. 

- Se te va a ensuciar la cocina. 

- No es nada. En seguida se limpia todo y se tiran los restos. 

- ¿En tu bolsa o en la mía?
 

poema 20 -Pablo Neruda

Poema 20



Puedo escribir los versos más tristes esta noche.

Escribir, por ejemplo: «La noche está estrellada,
y tiritan, azules, los astros, a lo lejos.»

El viento de la noche gira en el cielo y canta.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Yo la quise, y a veces ella también me quiso.

En las noches como ésta la tuve entre mis brazos.
La besé tantas veces bajo el cielo infinito.

Ella me quiso, a veces yo también la quería.
Cómo no haber amado sus grandes ojos fijos.

Puedo escribir los versos más tristes esta noche.
Pensar que no la tengo. Sentir que la he perdido.

Oír la noche inmensa, más inmensa sin ella.
Y el verso cae al alma como al pasto el rocío.

Qué importa que mi amor no pudiera guardarla.
La noche está estrellada y ella no está conmigo.

Eso es todo. A lo lejos alguien canta. A lo lejos.
Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Como para acercarla mi mirada la busca.
Mi corazón la busca, y ella no está conmigo.

La misma noche que hace blanquear los mismos árboles.
Nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos.

Ya no la quiero, es cierto, pero cuánto la quise.
Mi voz buscaba el viento para tocar su oído.

De otro. Será de otro. Como antes de mis besos.
Su voz, su cuerpo claro. Sus ojos infinitos.

Ya no la quiero, es cierto, pero tal vez la quiero.
Es tan corto el amor, y es tan largo el olvido.

Porque en noches como ésta la tuve entre mis brazos,
Mi alma no se contenta con haberla perdido.

Aunque éste sea el último dolor que ella me causa,
y éstos sean los últimos versos que yo le escribo.



Escucha este poema en la voz de Pablo Neruda

domingo, 2 de junio de 2013

¡Adiós, gusano!



Me encantó Recibí tu declaración de amor con fecha del viernes 23, de Luis Pescetti.... ¿iría bien con Quino no? ¿Y si un día se dedicara a la lectura de una selección que tratase el amor así, con humor? Son textos cortos, pueden ir cuatro por lo menos para un encuentro ¿no?



 

Gracias por ser como eres, de Luis Pescetti

http://www.luispescetti.com/gracias-por-ser-como-eres/




Recibí tu declaración de amor con fecha del viernes 23, de Luis Pescetti

Estimado Alberto: recibí tu declaración de amor con fecha del viernes 23, misma que paso a responder.
Primero que me pareció medio larga. Ni sabías en qué andaba, entonces te mandaste más por entusiasmo tuyo que por otra razón.
En la parte que ponés “que me amás desde el primer día que me viste”, ¿a vos te parece?, para empezar no indicás qué día fue, no puedo saber si yo también te vi o me llevás ventaja. Sí recuerdo cuando nos presentaron, y ahora entiendo la sonrisa que traías, porque ya venías emocionado, por así decirlo.
Cuando afirmás que “he nacido para hacerte feliz”. No puede ser cierto, ahora no sé cuántos años tenés, pero desde que naciste hasta ahora, ni un poco mejoraste mi vida. O llevás un atraso que ni te cuento o es una de esas frases que se dicen por decir.
¿Que pasás noches sin dormir? No sé si estás tomando algo, ¿qué querés que haga? Podría cantarte una canción tranquila, pero no soy de cantar en público, no sé, me da vergüenza. Probá ir al médico.
Después decís que las estrellas te dicen mi nombre. ¡Estaría todo el mundo llamándome por teléfono si fuera cierto! Móviles de televisión a la puerta de mi casa, la NASA. “¡Ani, las estrellas le dicen tu nombre a un flaco!”. Nada que ver.
Que pasás las horas lánguidamente. ¿Vos buscaste qué quiere decir esa palabra? Para mí que quisiste decir otra cosa.
Por último me pedís que te dé una respuesta y que la vas a esperar con ansiedad. Calmadito, por favor, porque lo que menos quiero es andar con gente nerviosita.
Te voy a ser sincera, me llegaron tres o cuatro cartas de amor más, ¡a cuál más disparatada y boba! Así que la tuya, dentro de todo, fue la mejorcita.
De modo que acepto tu propuesta, vení con flores mañana a partir de las cinco y seremos felices para siempre, mi amor.

Tuya de todo corazón
Anita

© Luis Pescetti

El amenazado, Jorge Luis Borges

          


            Es el amor. Tendré que ocultarme o que huir.
            Crecen los muros de su cárcel, como en un sueño atroz. La hermosa máscara ha cambiado, pero como siempre es la única. ¿De qué me servirán mis talismanes: el ejercicio de las letras, la vaga erudición, el aprendizaje de las palabras que usó el áspero Norte para cantar sus mares y sus espadas, la serena amistad, las galerías de la Biblioteca, las cosas comunes, los hábitos, el joven amor de mi madre, la sombra militar de mis muertos, la noche intemporal, el sabor del sueño?
            Estar contigo o no estar contigo es la medida de mi tiempo.
            Ya el cántaro se quiebra sobre la fuente, ya el hombre se levanta a la voz del ave, ya se han oscurecido los que miran por las ventanas, pero la sombra no ha traído la paz.
            Es, ya lo sé, el amor: la ansiedad y el alivio de oír tu voz, la espera y la memoria, el horror de vivir en lo sucesivo.
            Es el amor con sus mitologías, con sus pequeñas magias inútiles.
            Hay una esquina por la que no me atrevo a pasar.
            Ya los ejércitos me cercan, las hordas.
            (Esta habitación es irreal, ella no la ha visto.)
            El nombre de una mujer me delata.
            Me duele una mujer en todo el cuerpo.
 
 Jorge Luis Borges.


Una mujer y un hombre, de Juan Gelman





Una mujer y un hombre llevados por la vida,
una mujer y un hombre cara a cara
habitan en la noche, desbordan por sus manos,
se oyen subir libres en la sombra,
sus cabezas descansan en una bella infancia
que ellos crearon juntos, plena de sol, de luz,
una mujer y un hombre atados por sus labios
llenan la noche lenta con toda su memoria,
una mujer y un hombre más bellos en el otro
ocupan su lugar en la tierra.

Juan Gelman

En la carpeta, de Juan Gelman



Tomé mi amor que asombraba a los astros
y le dije: señor amor,
usted crece de tarde, noche y día,
de costado, hacia abajo, entre las cejas,
sus ruidos no me dejan dormir perdí todo apetito
y ella ni nos saluda, es inútil, inútil.

De modo que tomé a mi amor,
le corté un brazo, un pie, sus adminículos,
hice un mazo de naipes
y ante la palidez de los planetas
me lo jugué una noche lentamente
mientras mi corazón silbaba, el distraído.


autógrafo
Juan Gelman

La leyenda del amor


                               

               Dicen que cuando aún no existían ni el hombre ni la mujer sobre la tierra, estaban sueltos por el planeta, sin saber en quién encarnarse, las virtudes y los defectos.
               Una tarde de lluvia, estaban todos reunidos. Estaba el aburrimiento, tan aburrido... que se acercó la ternura, tan tierna siempre, y le dijo:
               - ¿Y si jugamos a algo?
               - ¿A qué?- le contestó el aburrimiento.
               -Podrías ser... ¡a las escondidas!
               Repentinamente, apareció la locura.
               - Yo cuento- dijo- A la una, dos, tres, cuatro...
               No se animaron a contradecirle porque se ponía loca. Que contara ella. Y corrieron a sus escondites.
               La ensoñación no sabía dónde meterse, pues el cielo estaba tan negro después de la tormenta...De pronto, un rayo iluminó una nube rosada cerca del horizonte y entonces se fue a meter ahí. Otro relámpago... y el cielo se cerró.
               La dulzura se orientó por los panales y encontró un hueco de un árbol.La pasión caminó sinuosa hasta el cráter de un volcán. Se asomó. Estaba en erupción. Perfecto. Se arrojó allí dentro.La mentira dijo que se iba a esconder detrás de una piedra. Mentira. Se ubicó detrás de un ciprés. Y así, cada uno iba encontrando su escondite.
               Ya la locura venía contando por 89, 90, 91... cuando el amor, escondido detrás de un tronquito de un rosal, se dio cuenta de que lo iban a descubrir inmediatamente. Sobre la cuenta final, se metió bajo las raíces, se cubrió con la tierra húmeda y se quedó ahí.
               -¡99, 100!- dijo la locura y salió a buscar.
               Enseguida, se tropezó con alguien. Era la pereza, que no se había movido.
               - Por pereza, por pereza...- dijo la locura, mientras tocaba un árbol. Se divirtió mirando cómo corría la duda de un escondite a otro.
               - Por la duda- dijo de pronto- Por la duda.
               Tuvo suerte. Otro relámpago descubrió el escondite de ensoñación. Se guió por el rumor de los panales y encontró a la dulzura. Se orientó por el olor de la basura y no se equivocó, encontró a la injusticia...Pudo con la mentira. Con la pasión fue fácil. Y llegó el momento en que los tuvo a todos otra vez reunidos.
               Pero se puso loca cuando vio que le faltaba el amor. Fue en ese momento cuando se le acercó la traición y, susurrando, le dijo:
               -Debajo de las raíces del rosal.
               -¡¿Qué?!- gritó la locura.
               -De- ba-jo de las raí-ces del ro-sal -repitió, casi silabeando, la traición.
               La locura fue. No encontró al amor, a primera vista. Se puso más loca. La crueldad le alcanzó una horquilla y ella la hundió con desesperación entre las raíces. Entonces, apareció el amor con los ojos ensangrentados y le dijo:
               -¡Ay, locura! ¿Qué me has hecho? Me has arrancado los ojos.
               -¡Ay, amorcito! ¿Qué es lo que hice?- dijo ella, soltando la horquilla.- Y entonces, ahora... ¿qué puedo hacer por ti?
               -Bueno, no sé...-le contestó el amor.-Se me ocurre que, como me has dejado ciego, podrías servirme de lazarillo.
               Y es desde entonces, claro, que por el mundo vaga el amor, ciego, siempre de la mano de la locura.

Versión de Ana María Bovo en el espectáculo Ana cuenta cuentos

El diagnóstico y la terapéutica, de Eduardo Galeano


            El amor es una enfermedad de las más jodidas y contagiosas. A los enfermos, cualquiera nos reconoce. Hondas ojeras delatan que jamás dormimos, despabilados noche tras noche por los abrazos, o por la ausencia de los abrazos, y padecemos fiebres devastadoras y sentimos una irresistible necesidad de decir estupideces.

            El amor se puede provocar, dejando caer un puñadito de polvo de quereme, como al descuido, en el café o en la sopa o el trago. Se puede provocar, pero no se puede impedir. No lo impide el agua bendita, ni lo impide el polvo de hostia; tampoco el diente de ajo sirve para nada. El amor es sordo al Verbo divino y al conjuro de las brujas. No hay decreto de gobierno que pueda con él, ni pócima capaz de evitarlo, aunque las vivanderas pregonen, en los mercados, infalibles brebajes con garantía y todo.

Eduardo Galeano.- El libro de los abrazos.