Hoy tuvo lugar la autopsia. Como ustedes supondrán, he recobrado mi
libertad. El informe médico es categórico: Diego murió de una lesión
cardiaca en la noche del 20 al 21 de septiembre. También agrega que el
ejercicio y la bebida despertaron la enfermedad ya latente en él.
Habíamos ido a remar al Tigre por la mañana, luego Diego pasó la
tarde con Elvira y por la noche volvimos a reunirnos en su casa para
comer. Elvira no pudo quedarse; me alegro por ella. De lo contrario se
hubiera visto mezclada en esta absurda suposición de crimen.
Cuando íbamos a lo de Diego comíamos y bebíamos demasiado, y aquella
noche con mayor razón, puesto que no había ninguna mujer. Por eso, al
cabo de un rato, agotado el tema político, entramos en el terreno de los
cuentos picarescos, y de ahí, ayudados por el alcohol, resbalamos a las
confidencias. Eramos cuatro hombres jóvenes, despreocupados; no
creíamos ni en Dios ni en el diablo; mucho menos en fantasmas y
supersticiones. Yo pronuncié palabras tan irreverentes sobre las
pueriles creencias de la humanidad que Diego, el más serio de todos, el
mayor también, me interrumpió bruscamente:
-Si te hubiera ocurrido en la vida lo que me ocurrió a mí, quizá
vacilaras antes de afirmar que solo existe lo que ven nuestros ojos.
E inmediatamente, sin esperar siquiera nuestras preguntas, nos contó
lo que hoy transcribo, lo que todos olvidamos intencionalmente durante
el interrogatorio por respeto a la memoria de nuestro amigo. Como me
reservo el derecho de ocultar su apellido, ese secreto, que mis
compañeros tampoco revelarán, ha sido sepultado con él. M e apresuro a
decir que considero este relato como uno de los tantos casos de
sugestión colectiva tan estudiada por la psicología actual. El lector
podrá comprobarlo por sí mismo. Lo cierto es que su muerte y la
investigación que la siguió (fui el último en retirarse de la casa de
Diego, y su muerte, según los informes médicos, ocurrió a las tres de la
madrugada, hora en que yo lo dejé creyéndolo dormido) han
desequilibrado mi sistema nervioso. Dicen que la mejor manera de
librarse de un obsesión es verterla sobre el papel. Quiero hacer la
prueba. Después me iré al campo. Si, indudablemente, necesito una
temporada de reposo.
Relato de Diego.
Mi infancia transcurría feliz en aquella casa del barrio de Flores,
cuya fealdad pasaba inadvertida por su semejanza con las casas vecinas.
Era una construcción de un solo piso, sencilla, vulgar, de la cual se
desprendía todo el tedio de las familias burguesas que resuelven sin
problemas espirituales.
Era un cubo simétrico, revocado de un color crema, casi ocre,
detestable. Encima de las puertas y de las ventanas, rectángulos de
mosaicos verdes aumentaban la fealdad de la última vivienda en la que
fui dichoso. Había un patio al frente; un corredor que corría a lo largo
de la casa lo unía con un patio del fondo. Siete casas iguales
completaban la cuadra. El barrio había crecido, pero conservaba una
trasplantada tristeza provinciana que se acentuaban los domingos. Ese
día,, en nombre del descanso dominical, me prohibían toda actividad. Yo
permanecía asomado a la ventana, mirando, entristeciéndome
paulatinamente, la calle desierta, el verde oscuro y terroso de las
plantas del patio y todas las gamas del color ocre declinando en los
revoques groseros. Contaba los mosaicos que coronaban las puertas de las
casas vecinas, las divisiones de cada mosaico: sumaba, restaba, no me
detenía sino en cifras pares, y luego volvía a empezar indefinidamente. A
veces el carrito rojo y verde del manisero ponía una nota de color en
la monotonía de nuestra calle; yo, para retenerlo un rato más, corría a
comprar cinco centavos de maní; quería respirar un olor distinto,
preciso, ese olor a tostado, acogedor, del maní caliente (en casa había
siempre olor a ropa recién planchada y a jabón amarillo) y luego lo
miraba alejarse al son de la áspera corneta del manisero.
Me detengo en estos detalles porque su misma trivialidad me recuerda
que en un tiempo fui niño sin importancia, igual a todos los niños. Me
gustaban los días de sol y las noches de luna. Después -¿no lo han
advertido ustedes?- en las noches de luna llena no me atrevo a cruzar el
umbral de mi casa.
Eramos siete hermanos varones; yo era el menor. Cuando llegaban
personas de visita me palmeaban amistosamente, exclamando: “¡Este es el
ahijado del presidente!”.
Yo me enorgullecía; tenía en la cabecera de mi cama, junto a una
imagen en colores de la Virgen de Luján, un retrato del presidente, en
el cual rezaban estas palabras: “Para Diego…de su padrino”. La firma
estampada al pie impedía dudar de la autenticidad de la dedicatoria. Aún
creía que ser el séptimo hijo varón era un motivo de orgullo; mi madre,
sin embargo, oponía ciertas resistencias al entusiasmo de los vecinos, y
cuando le era posible eludía el tema. Era hija de un chacarero de Entre
Ríos y la gente de esa región es supersticiosa.
Una tarde, a las pocas semanas de haber muerto mi abuelo, yo estaba
ocupado en mi juego predilecto. Consistía en deslizarme sin ser visto
bajo la mesa del comedor, y allí, al amparo de la amplia carpeta de
felpa granate que la cubría, permanecía horas y horas, soñando que era
un indio refugiado en su carpa, en esa carpa que nunca habían querido
traerme los Reyes Magos. Yo tenía diez años; ya no creía en los Reyes,
pero todavía me fascinaban las aventuras y continuaba gozando de mi
carpa improvisada.
En una cabecera de la mesa mi madre colocaba su maquinita de coser;
en la otra mi tía hacía un eterno solitario, moviendo de tanto en tanto,
mientras luchaba con el deseo de hacerse trampa a sí misma, el dial de
la radio colocada sobre el aparador. En mi familia, como en todas las
familias modestas, el comedor era la mejor pieza de la casa y el lugar
de reunión. Yo soportaba los chillidos de la radio pensando que era el
viento que rugía entre las montañas. Pero no debo detenerme en estos
detalles; sé que lo hago por cobardía, para demorar la confesión que hoy
quiero hacerles.
Diego apuró su vaso de whisky y continuó, dando a sus palabras un
ritmo nervioso, acelerado. Aquella tarde mi padre entró en el comedor
como todos los días al regresar de la oficina. Besó a mi madre en la
frente y luego dijo con ese acento categórico de amo que usan todos los
empleados humildes dentro de su casa:
-Ya está todo resuelto; a principios de mes nos vamos a Entre Ríos.
El ruido de la máquina de coser de mi madre cesó bruscamente.
-¡No! –exclamó mi madre-. ¿Lo dices en serio? ¡No es posible!.
-¿Por qué no va a ser posible? Tus hermanos son unos incapaces y no
me inspiran fe; quiero ir yo mismo a regir tu campo. Ya verás cómo lo
hago rendir.
-Pero es una extensión muy chica –arguyó mi madre- . y si pierdes tu
empelo, a la vuelta no encontraras otro. Recuerda que este te lo dio el
padrino cuando bautizamos a Diego pero ahora las cosas no están fáciles
para el partido.
-¿Y crees que voy a seguir pudriéndome en una oficina por
cuatrocientos miserables pesos? Ni siquiera alcanzan para mantener a mi
familia, y eso que nunca voy al café. Ya estoy harto de ahogar entre
cuatro paredes los mejores años de mi vida.
-Pero antes era pero. El taller solo daba gastos…-Bueno; pediré
licencia sin goce de sueldo y después veremos. Pero tengo confianza en
el campo. El tuyo es alto, rico…
-La casa es casi un rancho…
-¿Acaso esto es un palacio?.
Entonces mi madre pronunció la frase decisiva, sorprendente. Resistiendo por primera vez a una orden del marido, exclamó:
-No, yo no me voy. No quiero irme… No puedo… por Diego.
¿Por mí? ¿Por qué podía ser yo un impedimento para ese viaje? ¡Si
nadie tenía tantas ganas como yo de vivir en el campo! Quería correr el
día entero al aire libre, como los chico ricos durante los meses de
vacaciones.
-No puedo admitir que una leyenda entupida destruya nuestras vidas –rugió mi padre-. Sería completamente absurdo…
-Pero ¿de què se trata? –inquirió mi tía.
Mis padres parecieron titubear; por fin mi madre contestó:
-Diego es el menor de siete hermanos varones…
-¿y…?
-Tengo miedo –sollozó mi madre-, miedo de las noches de luna llena.
Hubo un silencio denso, cargado de respuestas y de interrogantes. Y
yo, de pronto, recordé la única oportunidad en que mi madre ma había
tratado con rudeza, casi con crueldad. Era, en efecto, una noche de luna
llena. Hacía mucho calor; en los cuartos la atmósfera era irrespirable.
Yo, sin sospechar que cometía una falta grave, salí al patio en procura
del aire fresco que corría bajo el parral. De pronto vi aparecer a mi
madre; estaba pálida, había en sus ojos una expresión de angustia, casi
de terror.
-¿Qué haces ahí? –me preguntó con voz ahogada, sin acercarse.
Se apoderó de mí el miedo que emanaba de ella y escapé por la puerta
de la cocina. Entonces oí un grito desolado; pensé que a mi madre le
había ocurrido algo y volví junto a ella. La encontré abrumada en la
mecedora de mimbre, llorando, la cara hundida entre las manos. Me
acerqué a besarla; se estremeció como si la rozara un reptil.
-¡Vete –gritó-, vete, maldito!
La palabra no guardaba proporción con lo inofensivo de mi travesura.
-No te pongas así, mamá –supliqué-. Tenía calor, quise tomar aire. Si
te desespera tanto, no lo haré más, te prometo que no lo haré más.
Mi madre alzó la cabeza, me miró largamente; luego pasó sus manos por
mi cabello oscuro y espeso, por mis orejas grandes, muy separadas del
rostro; por mis deformes dientes de chico que asomaban entre mis labios
entreabiertos.
-Este pelo… estas orejas… estos dientes…-murmuró.
Me eché a reír.
-No es para tanto; a lo mejor, las chicas me encuentran buen mozo lo mismo.
Ella sonrió y entramos en la casa. Fiel a mi palabra, no volví a
salir al patio por las noches. Pero ya en el comedor, mi padre había
roto el silencio con estas enigmáticas palabras:
-Es por esa grotesca leyenda del lobizón.
Hubo otro silencio. Mi tía lo cortó:
-No deja de tener razón. En el campo la situación del chico podría ser difícil.
-En este mundo todo tiene remedio- sentenció mi padre.
-¿Cuál? –preguntaron a un tiempo mi madre y mi tía.
-Es muy sencillo. Como Mario está haciendo el servicio militar, todos
creerán que tenemos seis hijos varones. Más adelante habrá tiempo de
buscar otra solución. Podemos mandar a Diego a un colegio de Buenos
Aires, por ejemplo.
En ese instante entraron dos de mis hermanos y la conversación cambió
de rumbo. Yo había comprendido que un destino excepcional y poco
envidiable pesaba sobre mí, pero ¿cuál?. No me atrevía a interrogar.
Sabía que cualquier pregunta agravaría el pesar de mi madre, ya
resignada a la obediencia. Los primeros meses que pasamos en Entre Ríos
fueron tales como yo los había imaginado. El aire del campo borraba
nuestras palideces de niños de suburbio, crecíamos todos alegres y
robustos. Nuestra felicidad hubiera sido completa de no ser por las
nubes que arrojaban sobre ella las preguntas de los vecinos:
-¿Así que son seis varones?¿No hubo ninguna mujer? De todas maneras es una linda familia.
La mano de mi madre temblaba sobre la máquina de coser. Pero si todas
las dichas son inestables, ninguna lo es tanto como la que está basada
sobre una mentira. Un día, inexorablemente, llegó Mario. Habían
licenciado a los conscriptos por razones de economía, y él había corrido
a juntarse con nosotros, sin suponer que su llegada trastornaría la
alegría del hogar y me robaría para siempre la paz interior. Al
principio no advertí diferencia en el trato de los amigos de la casa.
Sin embargo, poco a poco los unos se alejaban, los otros se despedían en
cuanto me veían aparecer. Cuando pasaba por las calles del pueblo, los
chicos, de la mano, me seguían cantando: “Juguemos en el bosque que el
lobo ya se fue…”. Yo apresuraba el paso, y a la vuelta le pedía a mi
madre que me diese cualquier trabajo en el campo, pero que no me mandase
al pueblo. Y en las noches de luna llena mi madre aseguraba desde
temprano las trancas de las puertas y ventanas.
Una extraña nerviosidad empezaba a apoderarse de mí; sentía que se
preparaba un acontecimiento terrible, que nada podría detener. A menudo,
cuando estaba solo, murmuraba: “El lobizón… lobizón”, buscando el
sentido de esa fatídica palabra.
Los niños, como las personas mayores, no tardan en informar a sus
amigos de los acontecimientos desagradables que corren respecto a ellos.
Una riña a propósito de un barrilete me trajo la aclaración deseada.
-Guardátelo- gritó mi compañero, más débil que yo, abandonando entre
mis manos el pájaro de papel- guardátelo siguieres; total, a mí no me
importa: soy un chico normal, puedo jugar con quien se me dé la gana. Y
nunca más voy a jugar contigo, nunca, ¿sabes? A mi papá no le gusta que
juegue con un lobizón.
Solté el barrilete. Me precipité sobre el niño, lo así con ambas
manos por el cuello de la camisa y lo sacudí enloquecido, sin saber lo
que hacía, gritando:
-¿Qué es un lobizón? ¿Qué es?… dímelo o te mato.
El chico callaba aterrorizado. Insistí persuasivo.
-Si me dices que es un lobizón te doy el barrilete… Mira, ahí está, es tuyo.
-Tú eres un lobizón… Tú.
-¿Por qué yo? ¿Por qué yo y no tú?
-Suéltame y te lo digo.
-No; no te suelto hasta que me hayas dicho qué es un lobizón.
-El séptimo hijo varón –respondió mi amigo- el que se convierte en lobo en las noches de luna.
-Pero yo no me convierto en lobo –protesté- ¿Cuándo me has visto convertido en lobo?
-Yo no te he visto, pero don prudencio dice que te vio y también doña María la curandera, y
-Mienten –grité desesperado- ¡Mienten! Mírame bien ¿tengo algo de lobo?
-No sé… el pelo tan oscuro… las orejas y los dientes tan grandes…
Pasé una mano temblorosa por mi cabello, efectivamente negro y
áspero, como el pelo de un lobo; toqué mis orejas grandes, que de pronto
me parecieron puntiagudas.
-Mienten –repetí, pero ya sin convicción.
-Es que tú mismo no lo sabes –argumentó mi amigo-; cuando vuelves a ser hombre, no recuerdas que has sido lobo.
Yo continuaba murmurando “mienten…”
-Ya ves que tus padres te hacían pasar por el sexto hijo… No querían que supiéramos que eras el sétimo… Por algo será.
Su lógica me abrumaba. Todo era verdad. Recordé el terror de mi madre
al verme de noche en el patio y la conversación que había sorprendido,
oculto bajo la mesa del comedor.
-Y desde que has llegado –insistió mi amigo, ya dueño del barrilete-
anda un lobo por la región y ha comido muchas ovejas. En el puesto La
Blanqueada han muerto cuatro. Y dicen que había huellas de lobo junto al
arroyo del Gato.
Yo no quería oír más. Corrí hasta mi casa, sacudido por horribles
sollozos; y al ver a mi madre junto al brocal del pozo, le tendí los
brazos y caí a sus pies, exhausto. Mi madre me hizo acostar y dormir
gran parte del día. Cuando me desperté era de noche. En el cielo
brillaba una luna clara, redonda. A los lejos aullaba un lobo ¡Un lobo!
Me levanté sin reflexionar, como hipnotizado. Hoy sé que era el
resultado inevitable de las palabras oídas por la tarde, pero en ese
momento era la víctima de una poderosa alucinación. Me asomé a la
ventana; el aullido se repitió más preciso, más prolongado. Hoy sé que
era un perro que aullaba junto a su amo agonizante. Pero aquella noche
supe que era un lobo. Entonces, entregado a mi destino, no sé si crédulo
o histérico, o acaso realmente lobo, me incliné sobre el alféizar y
lacé un aullido lastimero. Dos de mis hermanos, que dormían en el mismo
cuarto, despertaron sobresaltados.
-¿Qué haces? –preguntó Juan, levantándose para detenerme.
-No te muevas –murmuró Pedro-. No te muevas; es el lobizón.
La sombra de mi cabeza se dibujaba en el suelo; era la cabeza de un
lobo. Mis uñas se clavaban como garras en la palma de mis manos; luego
sentí que mis dedos se estiraban, perdían sus articulaciones. Me pareció
que los dientes crecían afilados y me desfiguraban la boca, que el
cabello me cubría la frente. Lancé otro aullido y salté por la ventana.
Vi luz en el cuarto de mi madre, pero no me detuve. Eché a correr por el
campo dormido bajo la luna culpable. A mis espaldas oí gritar: “¡El
lobizón, el lobizón!… ¡Deténganlo!…”
Me encontraron medio muerto junto al puesto de La Blanqueada. Mis
ropas de dormir estaban desgarradas por los cardos: me sangraban los
labios y las palmas de las manos. Dicen que aquella noche un lobo se
comió a una oveja, pero no fui yo… podría jurar que no fui yo… Aunque,
en realidad, dicen que cuando el lobizón vuelve a ser hombre olvida que
ha sido lobo… Pero yo nunca me hubiera olvidado… No, claro que no me
hubiera olvidado.
Diego miró el cielo de verano, donde brillaba una luna redonda. Se
llevó las manos a la cabeza, hundió los dedos en su cabello, se acarició
las orejas. Luego agregó:
-Váyanse. Me ha hecho mal recordar esto… Es como si hubiera revivido aquella noche atroz.
Permanecimos callados, sin atrevernos a dar un paso.
-Váyanse –insistió Diego-. Quiero dormir.
Cerró los ojos. Yo fui el último en irse. No sé si permanecí junto a
él por espíritu de compañerismo o por curiosidad. Una espuma
sanguinolenta escapaba de su boca; pero eso lo vi después, en el
recuerdo. Estaba fascinado por sus manos velludas, crispadas, rígidas
sobre el brazo del sillón. Pensaba que estaban convirtiéndose en garras,
pero no sabía -¿Cómo podía saberlo?- que eran las manos de un muerto.