domingo, 7 de julio de 2013

"Flor, teléfono, muchacha" de Carlos Drummond de Andrade

No, no es cuento. Yo soy uno de esos tipos que a veces escucha y otras no escucha, y así va tirando. Aquel día escuché porque era una amiga la que hablaba y hace bien oír a los amigos, aunque no hablen, porque un amigo es capaz de hacerse entender hasta sin seña­les. Hasta sin ojos.
¿Se hablaba de cementerios? ¿De teléfonos? No me acuerdo, pero fuera de lo que fuese, mi amiga —ah, sí; ahora me acuerdo, hablábamos de flores— de pronto se puso seria y bajó la voz.
—Sé el caso de una flor, ¡pero es tan triste!
Y sonriente:
—Además, estoy segura de que no lo vas a creer.
¿Quién sabe? Todo depende de quién lo cuenta y de cómo lo cuenta. Hay días en que ni de esto depende: es cuando estamos poseídos de una credulidad universal; pero, argumento máximo para mí, ella aseveraba que la historia era verdadera.
—La muchacha vivía en la calle General Polidoro —empezó diciendo—. Cerca del cementerio de San Juan Bautista. Como has de saber, los que viven por ahí, quiéranlo o no, se familiarizan con la muerte. No hay hora en que no pase un entierro y termine por intere­sarnos. No es tan fascinante como ver pasar navíos, o casamientos, o la carroza de un rey, pero siempre vale la pena mirarlos. La muchacha, naturalmente, prefería ver un entierro a no ver nada. Menos mal que el desfile de tanto cadáver no la deprimía.
Si el entierro era muy importante, de esos, sabés, con un obispo o un general, la muchacha se quedaba a la entrada del cementerio para ver mejor. ¿Te has fijado cómo la gente se impresiona con las coronas? Demasia­do, ¿no? Y se muere de curiosidad por saber qué hay escrito en las cintas. El muerto que da verdaderamente pena es el que llega sin acompañamiento floral, tanto da que sea por decisión de la familia o por falta de medios. Las coronas no sólo confieren prestigio al difunto, sino que hasta lo acunan. A veces ella entraba al cementerio y seguía al séquito hasta el lugar de la sepultura. Así adquirió, seguramente, la costumbre de pasear por allí dentro. ¡Dios mío, con tantos lugares para pasear como hay en Río! Y en el caso de esa muchacha, de haberse aburrido mucho, no tenía más que tomar el tranvía que va a la playa, bajar en el Morisco y apoyarse en el murete. Tenía el mar a su disposición, a cinco minutos de su casa. El mar, los viajes, las islas de coral, todo gratis. Pero, por pereza, o por su interés en los entierros o... qué sé yo, le dio por ir al San Juan Bautista, a contemplar bóvedas. ¡Pobre!
—En el interior eso es muy común...
—Pero ella era de Botafogo.
—¿Trabajaba?
—En su casa. Pero no me interrumpas. Ni me pidas el certificado de su nacimiento ni que te describa su físico. Para el caso que te estoy contando, eso no interesa. El hecho es que, de tarde, solía pasearse —o mejor dicho, “deslizarse”—, ensimismada, entre las callecitas blan­cas del cementerio. Leía una inscripción, o no la leía, descubría una figura de angelito, una columna trunca, un águila; comparaba las tumbas ricas con las tumbas pobres, hacía cálculos sobre la edad de los difuntos, miraba retratos y medallones —sí, ha de haber sido esto lo que hacía, porque allí, decime, ¿qué más podía ha­cer?—. Quizá llegó a subir el cerro, donde está la parte nueva del cementerio, las tumbas más modestas. Debe de haber sido ahí donde, una tarde, recogió la flor.
—¿Qué flor?
—Una flor cualquiera. Una margarita, por ejemplo. O un clavel. Para mí era una margarita, pero esto es puro pálpito, nunca lo averigüé. La tomó con ese ade­mán, vago y maquinal, que en ese caso todos hacemos, se la acercó a la nariz —como era de esperar, no tenía aroma—, después machucó la flor distraídamente y la arrojó hacia un costado, pensando en otra cosa.
Tampoco sé si la muchacha tiró la margarita al pa­vimento del cementerio o al de la calle, de vuelta a su casa. Ella misma trató, más tarde, de esclarecer este punto, pero no pudo. Lo cierto es que ya estaba tran­quilamente en su casa desde hacía unos minutos, cuando sonó el teléfono. Ella lo atendió.
—Hola.
—¿Qué es de la flor que sacaste de mi sepultura? La voz era distante, pausada, sorda. Pero la muchacha rió y, comprendiendo a medias, preguntó:
—¿La qué?
Cortó. Volvió a su cuarto, a sus obligaciones. Cinco minutos después, el teléfono llamaba de nuevo.
—Hola.
—¿Qué es de la flor que sacaste de mi sepultura? Cinco minutos bastan para que la persona menos imaginativa se haga una composición de lugar. La muchacha rió de nuevo, pero prevenida.
—La tengo aquí: vení a buscarla.
En el mismo tono lento, severo, triste, la voz respondió:
—Quiero la flor que me robaste. Dame mi florcita. ¿Era hombre? ¿Era mujer? Imposible adivinarlo por esa voz distante que, sin embargo, se hacía entender. La          muchacha siguió su juego:
—Ya te he dicho: vení a buscarla.
—Sabes muy bien, hija mía, que yo no puedo buscar nada. Quiero mi flor y es tu obligación devolvérmela.
—Pero ¿quién habla?
—Dame mi flor, te lo suplico.
—O me decís quién sos o no te la doy.
—Dame mi flor. Tú no la necesitas y yo sí. Quiero la flor que brotó en mi sepulcro.
La broma era estúpida, machacona. La muchacha, aburrida, cortó la comunicación. Se quedó tranquila el resto del día.
Pero al siguiente, a la misma hora, el teléfono volvió a sonar. La muchacha, con toda inocencia, fue a aten­derlo:
—¡Hola!
—¿Qué es de la flor...?
No oyó más. Irritada, colgó el receptor. ¡Qué ganas de embromar! Con rabia, volvió a su costura. Apenas se sentó, la campanilla sonó de nuevo. Y antes de que la voz quejumbrosa recomenzase, ella advirtió:
—Oiga, cambie de disco. Ya estoy harta.
—Tienes que devolverme la flor —retrucó la voz doliente—. ¿Por qué razón te entrometiste con mi tum­ba? Tienes todo en el mundo, y yo, pobre de mí, he terminado. Me hace mucha falta esa flor.
—Bueno, déjate de embromar.
Cortó. Pero al volver a su cuarto, ya no iba sola. Llevaba consigo la idea de aquella flor, o, mejor dicho, la idea de la persona idiota que la vio arrancar una flor en el cementerio y ahora la cargaba por teléfono. ¿Quién podría ser? No recordaba haber visto a ningún conoci­do; era distraída por naturaleza. No sería fácil adivinar por la voz. Claro, era una voz camuflada, pero tan bien que no podía saberse si era de hombre o de mujer. Una voz extrañamente fría. Y llegaba de lejos, como de fuera de la ciudad. O de algún lugar más distante aún... ¿Te darás cuenta de que la muchacha ya empezaba a tener miedo?
Yo también.
—No seas sonso. Bueno, el hecho es que esa noche a ella le costó dormirse. Y de ahí en adelante no durmió nada. La persecución telefónica no cesaba. Siempre a la misma hora, siempre en el mismo tono. La voz no amenazaba, no subía de volumen: imploraba. Parecía que la maldita flor era, para ella, la cosa más valiosa del mundo, y que su eterno descanso —admitiendo que se trataba de una persona muerta—dependiera de la res­titución de una humilde florcita. Pero sería absurdo admitir tal cosa y, por lo demás, la muchacha no quería dejarse abatir. Al quinto o sexto día, escuchó firme la cantilena de la voz y, a continuación, le dijo de todo: que se fuera al demonio, que dejara de ser imbécil (palabra excelente porque se adecuaba a ambos sexos) y que si no se callaba, ella tomaría las medidas pertinentes.
La medida consistió en avisarle al hermano y después al padre. (La intervención de la madre no había con­movido a la voz.) Por el teléfono, el padre y el hermano cubrieron de improperios a la voz suplicante. Estaban totalmente convencidos de que se trataba de alguien que quería hacerse el gracioso, sin tener pizca de gracia, pero lo raro era que, al referirse a él, decían “la voz”.
—¿La voz llamó hoy? —preguntaba el padre, al volver del centro.
—¡Mira que no! Es infalible —suspiraba la madre, desalentada.
Por lo visto, con enfurecerse no se sacaba nada. Era menester usar el cerebro, indagar, hacer averiguaciones en el vecindario, vigilar los teléfonos públicos. Padre e hijo se repartieron las tareas. Lo primero fue frecuentar los comercios, los cafés más próximos, las florerías, los marmolistas. Si alguien entraba y pedía permiso para usar el teléfono, el oído del espía se afinaba. ¡Pero qué...! Nadie reclamaba una flor de sepultura. Quedaba la red de los teléfonos particulares. Uno en cada departamento, diez, doce en el mismo edificio. ¿Cómo descubrirlo?
El hermano comenzó a llamar a todos los teléfonos de la calle General Polidoro, después a todos los de las calles transversales, después a todos los de la caracte­rística 2-6... Discaba, oía el “Hola”, verificaba que ésa no era la voz y cortaba. Tarea inútil: la persona de la voz debía de estar mucho más cerca: el tiempo de salir del cementerio y llamar a la muchacha. Y muy escondida tenía que estar ya que sólo se hacía oír cuando quería, es decir, a cierta hora de la tarde. Este problema de la hora le inspiró a la familia algunas diligencias. Pero infruc­tuosas.
Claro que la muchacha dejó de atender el teléfono. Ni siquiera con sus amigas hablaba. Entonces la “voz” que le pedía “dame mi flor”, le decía al que atendía el aparato: “Quien me robó la flor tiene que restituirla”, “quiero mi flor”, etc. ... No dialogaba con estas perso­nas. Únicamente conversaba con la muchacha. Y la “voz” no daba explicaciones.
Quince días o un mes así termina por enloquecer a un santo. La familia quería evitar el escándalo, pero tuvo que quejarse a la policía. O la policía estaba demasiado ocupada en detener comunistas, o las investigaciones telefónicas no eran de su incumbencia: el hecho es que no se averiguó nada. El padre, entonces, corrió a la Compañía Telefónica. Lo recibió un caballero amabilí­simo que, rascándose el mentón, aludió a factores de orden técnico.
—¡Pero se trata de la paz de mi hogar, eso vengo a pedirle! La tranquilidad de mi hija, de mi casa. ¿O me veré obligado a privarme del teléfono?
—No, no vaya a hacer eso, mi estimado señor: sería una locura. Entonces sí que no sabríamos nada. Hoy en día es imposible vivir sin teléfono, radio y heladera. ¿Me permite un consejo? Mire, vuelva a su casa, tran­quilice a la familia y espere los acontecimientos. Le prometo que haremos lo posible.
Bueno, ya te habrás dado cuenta de que todo eso no sirvió para nada. La voz siguió mendigando la flor. La muchacha, perdiendo el apetito y el ánimo. Andaba pálida, sin fuerzas para salir a la calle o para trabajar. ¡Ni qué decir para ver pasar los entierros! Se sentía desdichada, esclava de una voz, de una flor, de un vago difunto que ni siquiera conocía. Porque —ya te dije que era distraída— ni siquiera recordaba de qué tumba había sacado esa maldita flor. Si por lo menos lo supiera...
El hermano volvió del cementerio diciendo que por donde su hermana había pasado aquella tarde había cinco sepulturas con flores plantadas. La madre no dijo nada, bajó, entró a la florería más cercana, compró cinco enormes ramilletes, cruzó la calle hecha un jardín vi­viente y, con ademán votivo, esparció las flores sobre los cinco túmulos. Volvió a casa y quedó a la espera de la hora insoportable. El corazón le decía que aquel gesto propiciatorio aplacaría el ansia del enterrado —si es que los muertos sufren y a los vivos les es dado consolarlos, después de haberlos afligido.
Pero la “voz” no se dejó consolar ni sobornar. Ninguna flor le convenía sino aquella menuda, estrujada, olvi­dada, que había quedado rodando en el polvo y que ya no existía. Las otras venían de otra tierra; no habían nacido de su humus —esto decía la voz, sin decirlo—. Y la madre desistió de las ofrendas que había proyectado. ¿Flores, misas, para qué?
El padre jugó la última carta: espiritismo. Descubrió un médium eficaz a quien le expuso largamente el caso, pidiéndole que estableciese contacto con el alma des­pojada de su flor. Asistió a innumerables sesiones y grande era su fe de emergencia, pero los poderes so­brenaturales se negaron a cooperar, o son impotentes cuando alguien quiere alguna cosa en su última fibra: la voz continuó sorda, desdichada, metódica. Si era de una persona viviente (como a veces la familia todavía conjeturaba, aunque se aferraba cada día más a una explicación desalentadora que era la falta de cualquier explicación lógica), esa persona había perdido toda noción de misericordia. Y si era de una persona muerta, ¿cómo juzgar, cómo vencer a los muertos? De cualquier modo, en el llamado había una tristeza húmeda, una congoja tan honda, que hacía olvidar su crueldad y reflexionar que hasta la maldad puede ser triste. Esto era todo lo que se podía comprender. Alguien pide continuamente cierta flor, y esa flor no se le puede dar porque ya no existe. ¿No te parece que es el col­mo de la falta de esperanza?
—Pero ¿y la muchacha?
—Carlos, te previne que este caso era muy triste. La muchacha murió, exhausta, al cabo de algunos meses. Pero quédate tranquilo, para todo hay esperanza: la voz no llamó nunca más.

cuento de terror- y actividades- Pasar por el cementerio

Pasar por el cementerio
Alguien estaba respirando en mi cuello. Alguien a quien no podía ver, ni tocar. Era un aliento helado, que me ponía la carne de gallina. Prendí la luz de la mesa de noche. Nada. No había nadie más que yo en mi cuarto. Pero sentía una presencia, como si alguien estuviera detrás de mí. Mi corazón latía muy rápido, estaba muy asustado. Estaba solo en mi cuarto. O bueno, casi solo. Porque había alguien ahí conmigo, aunque yo no sabía quién era. Me cubrí la cabeza con las cobijas. De pronto, sentí una mano en mi hombro, sobre las cobijas. Lancé un grito desgarrador. — ¡Tranquilo, Pepe! me dijo una voz perfectamente humana— ¿Qué te pasa? Era mi vieja nana, Tencha. Aparté las cobijas y la abracé. —Siento que alguien me respira en el cuello —le dije, seguro de que me creería. Mi nana cree todo lo que yo le digo, pero también sabe cuando le estoy diciendo mentiras. —Estás asustado porque tus papás tuvieron que salir de la ciudad —me dijo. Pero de pronto se me quedó mirando y sus ojos se abrieron mucho. — ¿Qué? —le pregunté. —Tú traes un muerto pegado en la espalda —me dijo. Me le quedé viendo, aterrado. Mamá dice que la nana Tencha es muy supersticiosa, pero ella sabe mucho de muertos y espantos. — ¿Y ahora qué hago? —Debes deshacerte de él. — ¿Pero cómo? —volví a preguntar, cada vez más desesperado. — ¿Pasaste hoy por algún cementerio? —Sí —le dije. Entonces le conté. Ese día había ido a andar en bici con mis amigos Santiago y Mario pero cuando regresábamos, nos perdimos. De pronto, estábamos en lo alto de una loma, detrás de una pequeña barda. Toda la ladera de la loma estaba llena de tumbas. La única forma de bajar era cruzar el panteón para salir a la carretera que se veía del otro lado, así que lo hicimos. Pero al pasar junto a las tumbas, me fijé en una que se veía abandonada. No tenía flores y estaba toda sucia. De repente, sentí como que alguien me jalaba la bici y tuve que hacer fuerza para avanzar. Creí que me había atorado en alguna piedra. —No fue ninguna piedra —dijo la nana—. Fue el alma de ese pobre muerto abandonado. Se te pegó. Hay que ir de nuevo al cementerio y ponerle flores. La nana se quedó conmigo toda la noche, hablándole al muerto, diciéndole que debía volver a su tumba. Yo sentía su aliento frío y su presencia pegada a mi espalda. Al día siguiente, apenas amaneciendo, cortamos algunas flores y fuimos al panteón. Mientras mi nana rezaba, limpié la tumba abandonada y le puse las flores frescas. Entonces el aliento en mi cuello desapareció. Una débil luz brilló y creí ver una silueta humana que, lentamente, volvía a meterse en la tumba. A veces, los muertos se te pegan. Eso puede ocurrir cuando pasas por un cementerio.
1. Elige la opción que mejor describa el habla del narrador.
a. En primera persona: cuenta y vive sus experiencias, sus pensamientos, sus sentimientos. b. En tercera persona: tiene conocimiento total y absoluto de los hechos. Sabe lo que piensan y sienten los personajes.  c. En primera persona: es un personaje que acompaña al protagonista de la historia, describiendo sus experiencias, pensamientos o sentimientos.     d. En tercera persona: sólo cuenta lo que puede observar, lo que está aconteciendo, lo que están haciendo los personajes.
2. ¿Cuál es el tema central del texto?  a. El miedo. b. La locura. c. La soledad de los cementerios. d. El amor entre un niño y su nana.
3. ¿Quién es el personaje principal del cuento?  a. El muerto. b. La nana. c. Mario. d. Pepe.
4. ¿Cómo es el ambiente en el que se desarrolla la mayor parte de los acontecimientos  que se narran en el texto?
a. Es una mañana calurosa, tres niños se encuentran jugando en lo alto de una loma detrás de una pequeña barda.         b. Es de noche, un niño y su nana se encuentran platicando en la recámara de éste.  c. Es de día, un niño y dos de sus amigos van en bicicleta por un panteón.  d. Amanece, un niño se encuentra cortando flores en el jardín de su casa.
5. ¿En cuál de las siguientes opciones se transcribe una afirmación del narrador?  a. “A veces los muertos se te pegan. Eso puede ocurrir cuando pasas por un cementerio.”  b. “Estás asustado porque tus papás tuvieron que salir de la ciudad.”  c. “Fue el alma de ese pobre muerto abandonado.”  d. “Tú traes un muerto pegado en la espalda.”
6. ¿Para qué regresaron al cementerio el niño y su nana?  a. Para investigar qué era lo que había provocado que el niño se atorara y detuviera su marcha el día anterior, cuando pasaba en bicicleta por el panteón.  b. Para asegurarse de que nada raro pasaba en el cementerio y que el niño se diera cuenta de que las historias de muertos y de fantasmas son sólo un invento de la imaginación.  c. Para que el muerto que traía el niño pegado en la espalda regresara a su tumba.  d. Para rezar y limpiar las tumbas que estaban sucias y abandonadas.
7. De acuerdo con lo que se dice en el cuento, ¿Cómo era Tencha?  a. Una persona joven que tenía un gran cariño por Pepe. b. Una niña temerosa a la que le gustaba contar cuentos de espantos.  c. Una mujer de edad avanzada que creía en asuntos mágicos y fantásticos.  d. Una mujer vieja que disfrutaba atemorizando a los niños con historias de fantasmas.
8. La frase del texto que dice “Era un aliento helado, que me ponía la carne de gallina”, quiere decir que: a. Debido al intenso frío, la piel de Pepe tomó una apariencia blanquecina, como las plumas de las gallinas.  b. Al quedar oculto debajo de las cobijas, Pepe parecía una gallina escondida entre sus plumas.  c. Pepe sintió tanto frío de repente, que su cuerpo empezó a temblar como una gallina temerosa.  d. Pepe sentía tanto miedo que su piel tomó la apariencia de la piel de una gallina desplumada.

9-opinión personal –fundamenta   10-ilustra

miércoles, 3 de julio de 2013

Actividades: “Recibí tu declaración de amor con fecha del viernes 23” de Luis Pescetti y “Gusano” de Quino



Punto 1 obligatorio. El 2 y el 3, opcionales.
1)      Reconstrucción. Reconstruir en pequeños grupos la posible confesión de amor que realizó Alberto. Para ello, tener en cuenta los datos que ofrece Anita en su respuesta. También recordar algunas convenciones para la redacción de una carta: lugar y fecha (del lado derecho), destinatario, cuerpo de la carta (lugar donde van a reconstruir la confesión), saludo  y nombre del emisor (ambas al final).Se debe considerar que es una carta de amor, por ende, usar un registro informal. Luego, compartir con el resto de los compañeros las reconstrucciones y observar si hay coincidencias o no, si faltaron pasajes o se agregaron cosas, etc.
2)      Un final diferente. En forma individual, seleccionar una de las cinco posibles cartas que pudo escribir la mujer en “Gusano” y otorgales un final diferente. Si querés, realizá una historieta mostrando el proceso de escritura de la misma.
3)      Despedida con altura. Pensá con qué  otras palabras podría haberse despedido la mujer. Ilustrá la última viñeta con las mismas. Se pueden utilizar términos despectivos pero no malas palabras –al menos las que consideramos como tales dentro del ámbito escolar.