No, no es cuento. Yo soy uno de esos tipos que a veces escucha y
otras no escucha, y así va tirando. Aquel día escuché porque era una
amiga la que hablaba y hace bien oír a los amigos, aunque no hablen,
porque un amigo es capaz de hacerse entender hasta sin señales.
Hasta sin ojos.
¿Se hablaba de cementerios? ¿De teléfonos? No me acuerdo, pero fuera
de lo que fuese, mi amiga —ah, sí; ahora me acuerdo, hablábamos de
flores— de pronto se puso seria y bajó la voz.
—Sé el caso de una flor, ¡pero es tan triste!
Y sonriente:
—Además, estoy segura de que no lo vas a creer.
¿Quién sabe? Todo depende de quién lo cuenta y de cómo lo cuenta.
Hay días en que ni de esto depende: es cuando estamos poseídos de
una credulidad universal; pero, argumento máximo para mí, ella
aseveraba que la historia era verdadera.
—La muchacha vivía en la calle General Polidoro —empezó diciendo—.
Cerca del cementerio de San Juan Bautista. Como has de saber, los
que viven por ahí, quiéranlo o no, se familiarizan con la muerte. No
hay hora en que no pase un entierro y termine por interesarnos. No
es tan fascinante como ver pasar navíos, o casamientos, o la carroza
de un rey, pero siempre vale la pena mirarlos. La muchacha,
naturalmente, prefería ver un entierro a no ver nada. Menos mal que
el desfile de tanto cadáver no la deprimía.
Si el entierro
era muy importante, de esos, sabés,
con
un obispo o un general, la muchacha se quedaba a la entrada
del cementerio para ver mejor. ¿Te has fijado cómo la gente se
impresiona con las coronas? Demasiado, ¿no? Y se muere de
curiosidad por saber qué hay escrito en las cintas. El muerto que da
verdaderamente pena es el que llega sin acompañamiento floral, tanto
da que sea por decisión de la familia o por falta de medios. Las
coronas no sólo confieren prestigio al difunto, sino que hasta lo
acunan. A veces ella entraba al cementerio y seguía al séquito hasta
el lugar de la sepultura. Así adquirió, seguramente, la costumbre de
pasear por allí dentro. ¡Dios mío, con tantos lugares para pasear
como hay en Río! Y en el caso de esa muchacha, de haberse aburrido
mucho, no tenía más que tomar el tranvía que va a la playa, bajar en
el Morisco y apoyarse en el murete. Tenía el mar a su disposición, a
cinco minutos de su casa. El mar, los viajes, las islas de coral,
todo gratis. Pero, por pereza, o por su interés en los entierros
o... qué sé yo, le dio por ir al San Juan Bautista, a contemplar
bóvedas. ¡Pobre!
—En el interior eso es muy común...
—Pero ella era de Botafogo.
—¿Trabajaba?
—En su casa. Pero no me interrumpas. Ni me pidas el certificado de
su nacimiento ni que te describa su físico. Para el caso que te
estoy contando, eso no interesa. El hecho es que, de tarde, solía
pasearse —o mejor dicho, “deslizarse”—, ensimismada, entre las
callecitas blancas del cementerio. Leía una inscripción, o no la
leía, descubría una figura de angelito, una columna trunca, un
águila; comparaba las tumbas ricas con las tumbas pobres, hacía
cálculos sobre la edad de los difuntos, miraba retratos y medallones
—sí, ha de haber sido esto lo que hacía, porque allí, decime, ¿qué
más podía hacer?—. Quizá llegó a subir el cerro, donde está la
parte nueva del cementerio, las tumbas más modestas. Debe de haber
sido ahí donde, una tarde, recogió la flor.
—¿Qué flor?
—Una flor cualquiera. Una margarita, por ejemplo. O un clavel. Para
mí era una margarita, pero esto es puro pálpito, nunca lo averigüé.
La tomó con ese ademán, vago y maquinal, que en ese caso todos
hacemos, se la acercó a la nariz —como era de esperar, no tenía
aroma—, después machucó la flor distraídamente y la arrojó hacia un
costado, pensando en otra cosa.
Tampoco sé si la muchacha tiró la margarita al pavimento del
cementerio o al de la calle, de vuelta a su casa. Ella misma trató,
más tarde, de esclarecer este punto, pero no pudo. Lo cierto es que
ya estaba tranquilamente en su casa desde hacía unos minutos,
cuando sonó el teléfono. Ella lo atendió.
—Hola.
—¿Qué es de la flor que sacaste de mi sepultura? La voz era
distante, pausada, sorda. Pero la muchacha rió y, comprendiendo a
medias, preguntó:
—¿La qué?
Cortó. Volvió a su cuarto, a sus obligaciones. Cinco minutos
después, el teléfono llamaba de nuevo.
—Hola.
—¿Qué es de la flor que sacaste de mi sepultura? Cinco minutos
bastan para que la persona menos imaginativa se haga una composición
de lugar. La muchacha rió de nuevo, pero prevenida.
—La tengo aquí: vení a buscarla.
En el mismo tono lento, severo, triste, la voz respondió:
—Quiero la flor que me robaste. Dame mi florcita. ¿Era hombre? ¿Era
mujer? Imposible adivinarlo por esa voz distante que, sin embargo,
se hacía entender. La muchacha siguió su juego:
—Ya te he dicho: vení a buscarla.
—Sabes muy bien, hija mía, que yo no puedo buscar nada. Quiero mi
flor y es tu obligación devolvérmela.
—Pero ¿quién habla?
—Dame mi flor, te lo suplico.
—O me decís quién sos o no te la doy.
—Dame mi flor. Tú
no la necesitas y yo sí. Quiero
la
flor que brotó en mi sepulcro.
La broma era estúpida, machacona. La muchacha, aburrida, cortó la
comunicación. Se quedó tranquila el resto del día.
Pero al siguiente, a la misma hora, el teléfono volvió a sonar. La
muchacha, con toda inocencia, fue a atenderlo:
—¡Hola!
—¿Qué es de la flor...?
No oyó más. Irritada, colgó el receptor. ¡Qué ganas de embromar! Con
rabia, volvió a su costura. Apenas se sentó, la campanilla sonó de
nuevo. Y antes de que la voz quejumbrosa recomenzase, ella advirtió:
—Oiga, cambie de disco. Ya estoy harta.
—Tienes que devolverme la flor —retrucó la voz doliente—. ¿Por qué
razón te entrometiste con mi tumba? Tienes todo en el mundo, y yo,
pobre de mí, he terminado. Me hace mucha falta esa flor.
—Bueno, déjate de embromar.
Cortó. Pero al volver a su cuarto, ya no iba sola. Llevaba consigo
la idea de aquella flor, o, mejor dicho, la idea de la persona
idiota que la vio arrancar una flor en el cementerio y ahora la
cargaba por teléfono. ¿Quién podría ser? No recordaba haber visto a
ningún conocido; era distraída por naturaleza. No sería fácil
adivinar por la voz. Claro, era una voz camuflada, pero tan bien que
no podía saberse si era de hombre o de mujer. Una voz extrañamente
fría. Y llegaba de lejos, como de fuera de la ciudad. O de algún
lugar más distante aún... ¿Te darás cuenta de que la muchacha ya
empezaba a tener miedo?
—Yo
también.
—No seas sonso.
Bueno, el hecho es que esa noche a ella le costó dormirse. Y de ahí
en adelante no durmió nada. La persecución telefónica no cesaba.
Siempre a la misma hora, siempre en el mismo tono. La voz no
amenazaba, no subía de volumen: imploraba. Parecía que la maldita
flor era, para ella, la cosa más valiosa
del
mundo, y que su
eterno descanso —admitiendo que se trataba de una persona
muerta—dependiera de la restitución de una humilde florcita. Pero
sería absurdo admitir tal cosa y, por lo demás, la muchacha no
quería dejarse abatir. Al quinto o sexto día, escuchó firme la
cantilena de la voz y, a continuación, le dijo de todo: que se fuera
al demonio, que dejara de ser imbécil (palabra excelente porque se
adecuaba a ambos sexos) y que si no se callaba, ella tomaría las
medidas pertinentes.
La medida consistió en avisarle al hermano y después al padre. (La
intervención de la madre no había conmovido a la voz.) Por el
teléfono, el padre y el hermano cubrieron de improperios a la voz
suplicante. Estaban totalmente convencidos de que se trataba de
alguien que quería hacerse el gracioso, sin tener pizca de gracia,
pero lo raro era que, al referirse a él, decían “la voz”.
—¿La voz llamó hoy? —preguntaba el padre, al volver del centro.
—¡Mira que no! Es infalible —suspiraba la madre, desalentada.
Por lo visto, con enfurecerse no se sacaba nada. Era menester usar
el cerebro, indagar, hacer averiguaciones en el vecindario, vigilar
los teléfonos públicos. Padre e hijo se repartieron las tareas. Lo
primero fue frecuentar los comercios, los cafés más próximos, las
florerías, los marmolistas. Si alguien entraba y pedía permiso para
usar el teléfono, el oído del espía se afinaba. ¡Pero qué...! Nadie
reclamaba una flor de sepultura. Quedaba la red de los teléfonos
particulares. Uno en cada departamento, diez, doce en el mismo
edificio. ¿Cómo descubrirlo?
El hermano
comenzó a llamar a todos los teléfonos de la calle General Polidoro,
después a todos los de las calles transversales, después a todos los
de la característica 2-6... Discaba, oía el “Hola”, verificaba que
ésa no era la voz y cortaba. Tarea inútil: la persona de la voz
debía de estar mucho más cerca: el tiempo de salir del cementerio y
llamar a la muchacha. Y muy escondida tenía que estar ya que sólo se
hacía oír cuando quería,
es
decir, a cierta
hora de la tarde. Este problema de la hora le inspiró a la familia
algunas diligencias. Pero infructuosas.
Claro que la muchacha dejó de atender el teléfono. Ni siquiera con
sus amigas hablaba. Entonces la “voz” que le pedía “dame mi flor”,
le decía al que atendía el aparato: “Quien me robó la flor tiene que
restituirla”, “quiero mi flor”, etc. ... No dialogaba con estas
personas. Únicamente conversaba con la muchacha. Y la “voz” no daba
explicaciones.
Quince días o un mes así termina por enloquecer a un santo. La
familia quería evitar el escándalo, pero tuvo que quejarse a la
policía. O la policía estaba demasiado ocupada en detener
comunistas, o las investigaciones telefónicas no eran de su
incumbencia: el hecho es que no se averiguó nada. El padre,
entonces, corrió a la Compañía Telefónica. Lo recibió un caballero
amabilísimo que, rascándose el mentón, aludió a factores de orden
técnico.
—¡Pero se trata de la paz de mi hogar, eso vengo a pedirle! La
tranquilidad de mi hija, de mi casa. ¿O me veré obligado a privarme
del teléfono?
—No, no vaya a hacer eso, mi estimado señor: sería una locura.
Entonces sí que no sabríamos nada. Hoy en día es imposible vivir sin
teléfono, radio y heladera. ¿Me permite un consejo? Mire, vuelva a
su casa, tranquilice a la familia y espere los acontecimientos. Le
prometo que haremos lo posible.
Bueno, ya te habrás dado cuenta de que todo eso no sirvió para nada.
La voz siguió mendigando la flor. La muchacha, perdiendo el apetito
y el ánimo. Andaba pálida, sin fuerzas para salir a la calle o para
trabajar. ¡Ni qué decir para ver pasar los entierros! Se sentía
desdichada, esclava de una voz, de una flor, de un vago difunto que
ni siquiera conocía. Porque —ya te dije que era distraída— ni
siquiera recordaba de qué tumba había sacado esa maldita flor. Si
por lo menos lo supiera...
El hermano volvió del cementerio diciendo que por donde su hermana
había pasado aquella tarde había cinco sepulturas con flores
plantadas. La madre no dijo nada, bajó, entró a la florería más
cercana, compró cinco enormes ramilletes, cruzó la calle hecha un
jardín viviente y, con ademán votivo, esparció las flores sobre los
cinco túmulos. Volvió a casa y quedó a la espera de la hora
insoportable. El corazón le decía que aquel gesto propiciatorio
aplacaría el ansia del enterrado —si es que los muertos sufren y a
los vivos les es dado consolarlos, después de haberlos afligido.
Pero la “voz” no se dejó consolar ni sobornar. Ninguna flor le
convenía sino aquella menuda, estrujada, olvidada, que había
quedado rodando en el polvo y que ya no existía. Las otras venían de
otra tierra; no habían nacido de su humus —esto decía la voz, sin
decirlo—. Y la madre desistió de las ofrendas que había proyectado.
¿Flores, misas, para qué?
El padre jugó la última carta: espiritismo. Descubrió un médium
eficaz a quien le expuso largamente el caso, pidiéndole que
estableciese contacto con el alma despojada de su flor. Asistió a
innumerables sesiones y grande era su fe de emergencia, pero los
poderes sobrenaturales se negaron a cooperar, o son impotentes
cuando alguien quiere alguna cosa en su última fibra: la voz
continuó sorda, desdichada, metódica. Si era de una persona viviente
(como a veces la familia todavía conjeturaba, aunque se aferraba
cada día más a una explicación desalentadora que era la falta de
cualquier explicación lógica), esa persona había perdido toda noción
de misericordia. Y si era de una persona muerta, ¿cómo juzgar, cómo
vencer a los muertos? De cualquier modo, en el llamado había una
tristeza húmeda, una congoja tan honda, que hacía olvidar su
crueldad y reflexionar que hasta la maldad puede ser triste. Esto
era todo lo que se podía comprender. Alguien pide continuamente
cierta flor, y esa flor no se le puede dar porque ya no existe. ¿No
te parece que es el colmo de la falta de esperanza?
—Pero ¿y la muchacha?
—Carlos, te previne que este caso era muy triste. La muchacha murió,
exhausta, al cabo de algunos meses. Pero quédate tranquilo, para
todo hay esperanza: la voz no llamó nunca más.